Francisco de Sales - Relatos

TÚ ME ENSEÑASTE LA LUZ

Francisco de Sales 

     

A fin de cuentas, tampoco el amor acierta siempre, y se puede equivocar con la misma impunidad con que nos equivocamos nosotros.

Y otras veces el amor, al mendigar otro amor que le complemente, se deja engañar por las propias ilusiones y mentiras.

Además, el enamoramiento, que a veces es el prólogo del amor, no entiende de no besar o no querer besar, no entiende de no desear al otro, no entiende las barreras que han colocado sin su permiso, lo mismo que la luz no entiende a la oscuridad, y la felicidad no concibe la infelicidad.

 

 

Por aquel entonces yo era inexperto en el amor, como ahora, como lo seré siempre, y no pude controlar aquel desbarajuste en mis sentimientos, ni supe organizar los pasos que tenía que ir dando, ni conocía las complicaciones de los corazones cuando los descontrola el amor, ni quería hacer otra cosa en mi vida más que esperar la llegada de las cinco de la tarde, cuando su madre se iba a la reunión diaria con las amigas de toda la vida y la dejaba en la única compañía de la radio, con una botella de agua al alcance exacto del brazo estirado, y perdida en su ceguera.

La conocí el día que fui a su casa para solucionar un problema eléctrico. En el momento en que su madre se alejó del salón comenzó a hablar conmigo, en un tono muy quedo, avisándome previamente que a su madre no le gustaba que hiciera lo que estaba haciendo, hablar con un desconocido, así que en cuanto oyera los pasos que delataran su aproximación se callaría, porque no quería contrariarla. Está muy mayor y prefiero que no se enfade, añadió.

La madre estaba por encima de los setenta años.

Ella, la hija, casi cincuenta.

Y yo, ya que hablo de edades, diecisiete.

Me contó, con pocas palabras, que su madre la seguía tratando como si fuera una niña, y que a pesar de haberle demostrado que la ceguera no era un obstáculo para desenvolverse, ya que había estudiado dos carreras en casa, y que había tenido trabajos que  desarrolló con óptima eficacia, a pesar de ello su madre a veces seguía creyendo que ciega e inútil eran sinónimos.

Después me dijo que se llamaba Lucía. Sí, ya se había dado cuenta de la ironía del destino, y me preguntó mi nombre.

- Pedro.

- Pedro, repitió varias veces con diversos tonos de voz y distintas velocidades de pronunciación. Parecía degustar el nombre, y sin duda disfrutaba con el juego. Se rió.

Vino su madre, sorprendida por la risa.

- ¿Qué pasa? -preguntó.

- Nada, mamá.

- Me había parecido oír una risa.

- Pues no, mamá ¿verdad que no, señor?

- No -tuve que mentir.

Se marchó de nuevo, pero regresó inmediatamente.

- ¿Le queda mucho, joven? -me preguntó.

- No, señora, ya casi está.

En cuanto se alejó el sonido de los pasos, me pidió que retrasara todo lo que pudiera la reparación; me dijo que tenía ganas de hablar conmigo, si no me importaba.

- No.

- Es que quiero que me cuentes cómo está el cielo.

Tardé un rato en reaccionar, pero ella no me urgió en mi desconcierto, y esperó sin hablar, con una sonrisa de niña, hasta que me levanté, me asomé por la ventana y le describí lo que veía en el cielo.

- ¿Qué se ve en la calle? -preguntó después.

Le detallé cada una de las personas que veía. Con algunas me explayaba más, y al poco, animado por los comentarios tan divertidos que hacía, y por la asiduidad con que me daba las gracias por la narración, empecé a sacarme de la imaginación personas que no pasaban, pero yo le decía que sí, y fui coloreando la calle triste, para su deleite, llené los árboles de pájaros prudentes con el piar, aunque era mentira, y saqué de entre las nubes un sol ausente.

- Cuando venga mi madre dile que te falta una pieza y que vendrás mañana a terminar de arreglarlo… ¿lo harás por mí?

Tardé en confirmar con mi silencio que la respuesta era sí, porque estaba muy sorprendido; de entre un caos de pensamientos sólo pude rescatar el que me sugirió que podía ser una experiencia interesante.

- Si puedes venir un poquito antes de las cinco, mejor, porque ella se marchará a esa hora y así estaremos más tranquilos.

Terminó de decir la última palabra en el mismo instante en que los pasos se acercaban.

- ¿Le queda mucho, joven? 

A las cinco menos cuarto estaba delante del portal, mirando el reloj a cada instante, inquieto y emocionado, contento y a punto de arrepentirme, pero a las cinco menos cinco toqué el timbre y me recibió su madre.

- Tendrá que darse prisa, joven, tengo que marchar a las cinco en punto.

Pero yo alargué innecesariamente la reparación y a las cinco en punto se marchó a regañadientes.

- Me alegro de poder hablar contigo. No estaba segura de que volvieras.

- Yo tampoco.

- Pero estás aquí.

- Sí, estoy aquí, pero no sé por qué.

- ¿Curiosidad tal vez? ¿El deseo de saber qué es lo que te quiero decir? ¿Quieres observarme con la tranquilidad que te da saber que yo no te puedo ver? ¿Vienes por lástima?

- Lástima, no -le dije haciendo caso omiso a las demás preguntas- no es por lástima –confirmé.

- Pues me alegro mucho, ¿cómo está el cielo hoy?

Volví a mentir inventando para ella un azul inexistente.

- ¿Es por mí?

- Que si es por usted, ¿qué?

- Si me hablas de usted crecerá un muro de distancia entre nosotros, así que será mejor que me tutees; si es por mí se refiere a que si has venido por verme, por estar conmigo…

- No lo sé.

- ¿No lo sabes?

- No lo sé. Es la única verdad que puedo decirle. Decirte. Eso, decirte.

- ¿Qué es lo que estimula tu curiosidad? ¿Mi ceguera?

- No. Bueno, quizás sí.

- ¿Cómo me ves?

- Bien, yo veo bien.

Se rió.

- No me refiero a eso, me refiero a cómo me ves como mujer.

- Yo no entiendo mucho de mujeres. No sé qué decirle. Decirte.

- ¿Te resulto atractiva?

- No sé. No lo sé. Creo que… creo que no lo sé.

Se rió otra vez, pero su risa no fue hiriente sino contagiosa, así que nos reímos los dos. La risa fue creciendo de un modo injustificado y desmesurado. Cada risa se reparía en un parto que parecía infinito. Estuvimos mucho tiempo riendo. Hasta se nos llegó a extraviar en el olvido el motivo del nacimiento de las risas. Cuando por fin se apaciguaron, y un eco tranquilo y agradable se mantuvo en la sonrisa, y nos deshicimos de las últimas lágrimas que nacieron de las carcajadas, ambos sentimos con una claridad indudable que nos habíamos acercado mucho.

- Hacía tiempo que no me reía tanto -dijimos los dos al mismo tiempo.

- Necesitaba reír -añadió después- llevo tanto silencio y tanta seriedad incrustadas que necesitaba rescatarme del mundo tan severo en el que mi madre me tiene enclaustrada y explotar. Bueno, Pedro, puedo ofrecerte un vaso con agua, ¿te apetece?

Mientras vertía el agua en el vaso, la sonrisa aún coleando por sus labios, me di cuenta, a pesar de mi torpeza, que era otra mujer. Los ojos le brillaban más. La boca parecía tierna. Había rejuvenecido hasta regresar a la edad sin años de la juventud. Me pareció atractiva. De esto último me di cuenta porque un pensamiento lujurioso se implantó en mi deseo y me recordó que podía observarla sin que me viera. De pronto, me di cuenta de que casi me había convertido en El Hombre Invisible.

Creo que ella se dio cuenta de que la observaba de un modo distinto. Entonces me pareció sospechar que se echó el pelo hacia atrás de un modo más seductor que natural. Hoy lo aseguro.

También se sentó de un modo distinto. Abandonó la rigidez encorsetada de su postura habitual y distendió su cuerpo en una languidez que provocaba como un cebo.

Cruzó las piernas, ya descaradamente provocadora, y desde la ventaja en que me situaba su ceguera la observé con detalle, sujetando la respiración desbocada para que no me delatara, aquietando los galopes apresurados del corazón, intentado apagar con rezos la fiebre repentina que latía bajo mi ropa interior.

- Estás alterado -afirmó.

- Sí.

- ¿Puedo hacer algo por ti? –dijo en un tono tentador de doble sentido.

- Dejarme marchar.

Me dejó marchar, pero ya había sembrado en mí la intranquilidad, había azuzado mi deseo, y me había dejado abierta la puerta para que volviera cuando quisiera: a las cinco de la tarde empezaba otro mundo.

Así que hacía un hueco libre todas las tardes, y en cuanto veía que su madre se alejaba, apretaba el timbre y miraba hacia los lados, como si fuera un ladrón, mientras ella se acercaba al telefonillo del portero automático y preguntaba, como si no lo supiera, quién es.

- Yo. Abra.

Los primeros días de nuestros encuentros se dedicó a juguetear con mi corazón, variando la velocidad de los latidos a su antojo; con mi inseguridad, desestabilizándola más; con mis nervios, bailándolos; conmigo, haciendo que me perdiera o me ganara entre sus travesuras de mujer experta que nunca había conocido varón, como me dijo entre risas.

Me ganaba de todas.

Yo era, gustosamente, un muñeco a su servicio.

Lo que me parecía curioso era la facilidad con que se mecía entre la espiritualidad y una recatada lujuria.

A veces se ponía seria, de un serio profundo que atraía toda mi atención, y discurseaba acerca de la vida; filosofaba con un conocimiento exacto de todo lo pasado y lo porvenir, como si hubiera conseguido descubrir todos los secretos de la vida o como si la vida no tuviera secretos.

Con ella aprendía constantemente; de la forma en que reía, que era la forma perfecta de hacerlo; de la forma en que a veces entornaba los ojos, como si estuvieran vivos, como si me pudiera ver a través de la raya minúscula que dejaba al cerrarlos; de la forma de jugar con las palabras, como si las conociera todas y supiera sus dobles sentidos y sus sentidos secretos; de la forma ordenada y productiva  que tenía de reflexionar; de cómo hacía para ser feliz…

Cada día dejaba en el aire la tentación, para que volviera.

A medida que ganamos más confianza, que aquello iba a paso de gigante en unas cosas y a paso de estatua en otras, se empezó a interesar por mi vida privada: si tenía novia, no, si había tenido, , si la había besado, , cómo, pues como se besa a las chicas, dime cómo se besa, pues como se besa, ya sabe usted cómo se besa, no me hables de usted, que me haces parecer mayor, es que ya sabe que no me acostumbro a tutearla, bueno, pero cómo la has besado, no me pregunte eso que me muero de vergüenza, ¿la has tocado? pues hombre… sí que la he tocado, ¿serías capaz de besarme como la besaste a ella?, es que usted es… muy… más… más mayor… es como si fuera mi madre, ¿no te gustaría besarme? no, bueno, sí, creo que sí, me parece que sí, bésame…

La besé.

Para cuando me di cuenta que me había llevado con su juego al sitio donde me quería llevar ya era tarde, yo tenía diecisiete años y… bueno… ella era muy atractiva, cada día me iba pareciendo más atractiva, y su ceguera, que al principio me incomodaba, para entonces era un encanto más.

La toqué.

La toqué porque ella me tocó.

Primero tanteó mi piel. La cara, con dedos finos de terciopelo, con veneración, con unas manos adolescentes que se morían de nervios por conocerme con sus ojos táctiles; el cuello, en el que trazó un camino de caricias; las manos, con las que se entretuvo sin medida, palpándolas con ese contacto liviano en el que no tocar se convierte en rozar, y luego con la presión suficiente para reconocer cada uno de sus huesos y sus recovecos; después sus manos caminaron por encima de la ropa al paso lento del deseo contenido, y se recrearon en los contornos y en adivinar lo que había debajo; más tarde, mucho más tarde para mi gusto, se atrevió a despojarme de la ropa mientras que mi única queja eran leves suspiros, jadeos controlados a duras penas con duros esfuerzos; entornaba los ojos para concentrarme en los efectos de su tacto hurgando en mi intimidad sin recato, y frenaba la voz de mi inconsciencia que quería poner fin a aquel agradable suplicio.

Ella centraba toda su atención en descifrar las señales inequívocas de mi cuerpo, que convulsionaba a su antojo y dominio, y en taparme con la mano libre la boca cuando un respiro quería convertirse en grito.

De pronto, poniendo voz de asustada, dijo que su madre estaba a punto de llegar, que me vistiera urgentemente y me marchara.

En el susto la creí y me marché. Tardé años en darme cuenta que no era cierta la llegada de su madre y que aquello formaba parte de la estrategia de esclavizarme para siempre. En aquel momento mi deseo de ella salió reforzado, casi insaciable, y dediqué todo mi tiempo a buscar la forma o la fórmula para que ella pudiera salir de su casa y estuviéramos juntos, sin madre en las cercanías, y pudiéramos consumar el presagiado y aplazado encuentro.

Pasamos semanas de toqueteos, seducciones, ofrecimientos, ruegos, pasiones, duchas de agua fría, y algunas promesas mías de no volver, que no prosperaron, hasta que apareció la excusa perfecta.

Una hermana de su madre, que vivía en una provincia limítrofe, había enfermado, nada grave, pero decidieron ir un par de días a visitarla. Muy poco antes de salir a coger el tren, Lucía dijo que se encontraba cansada y con una sensación desagradable en el cuerpo y que prefería no acompañarla, pero lo que tenía no era para preocuparse, así que insistió para convencerla de que fuera sola. Ella estaría bien, se metería en la cama, y cuando volviera la encontraría como nueva.

Le prometió que se iba a poner buena.

Con muy gran esfuerzo, la convenció.

Poco antes de las diez de la mañana salió su madre con su vestido de luto y una maletita para el viaje. Miró hacia arriba para ver a su hija que desde el balcón agitaba la mano como despedida para su madre y como señal de que yo podía subir.

No me pidió que la besara, como otras veces: me besó ella. No se entretuvo en los preliminares del juego de las caricias: me quitó la ropa sin preámbulos; no preguntó, no sedujo, no sonrió: estaba más nerviosa que yo y su urgencia era inaplazable.

Me llevó a su habitación, apartó las sábanas, encendió inciensos, bajó la persiana y se aseguró de que la puerta quedara bien cerrada. Creó para mí la oscuridad en la que ella era reina, donde me sacaba ventaja.

Se desnudó pudorosamente, en la seguridad de que la noche artificial era perfecta, pero una rendija en la persiana me permitió ver cómo temblaba, cómo su cuerpo se apuraba de vergüenza y cómo su alma enrojecía por el pudor, cómo su intimidad recatada se exponía por primera vez a la contemplación masculina, cómo su cara reflejaba sus nervios y cómo sus ojos habían resucitado para decir que el miedo había tomado el mando y que el deseo había sido derrocado por el descontrol ante una situación nueva en la que se producía un enfrentamiento entre el quiero y no quiero.

Cubrió su sexo y sus pechos con ambas manos.

- ¿Está la habitación a oscuras?

- Totalmente.

Se abrazó a mí. Se estremecía de un modo incontrolable. Ya no buscaba en mí al hombre, sino el refugio, el consuelo para sus miedos. Había desaparecido la mujer que yo conocía, la que dominaba las situaciones, y en su lugar estaba una niña que no sabía qué decir ni cómo seguir, que dudaba entre empujarse a cumplir el deseo de tantas noches y tantas inquietudes o replegarse, aceptar la derrota sin escándalo y rendirse al destino.

- Tengo miedo.

- No lo tengas, estoy contigo. Yo te cuido. Yo te quiero.

Mi corazón fue quien dijo yo te quiero, porque yo aún no lo sabía y aunque lo supiera no hubiera tenido el valor de decirlo, así que yo estaba tan atónito como ella cuando lo escuchamos.

- ¿Me quieres?

- No lo sé.

- Has dicho que me quieres.

- No he sido yo.

Sí la quería. Me di cuenta en ese silencio de tenerla feliz y asombrada entre mis brazos, como aire inquieto, desnuda de cuerpo y sentimientos, me di cuenta porque la abracé con más pasión, sacando fuerzas de la fuerza del amor, y sentí que hubiera entregado mi alma al diablo por poder seguir en esa situación en la que yo era su protector y ella se rendía a mi cuidado; la besaba en la cara aplastando con mis besos sus lágrimas, y me di cuenta porque no era el deseo quien confundía mis sentimientos, ni era la necesidad quien me engañaba, sino que yo mismo, haciendo uso de mi consciencia, oyendo a mi corazón con oído atento, comprendía, sin los demonios de la confusión, que la quería.

- ¿Qué te pasa? -le pregunté.

- No lo sé.

- No copies mi inseguridad.

- No sé qué me pasa, no lo sé. Sólo sé que quiero vestirme y escapar de aquí, pero también quiero pasarme el resto de mi vida abrazada a ti, quiero morir, quiero hacer el amor contigo, quiero despertarme de esta realidad, quiero que me ames, quiero que me olvides, quiero verte con unos ojos vivos, saber cómo eres, quiero que el destino deje de ensañarse conmigo, que cambie de víctima, que me deje en la paz desconocida de amarte sin temor y sin escuchar la reprimenda de la cordura -dijo.

- Quiero hacer el amor contigo.

Me besó.

Fue un beso que aún recuerdo con un regusto a beso y ternura; fue el primer beso con amor, un beso al que no han podido imitar todos los besos que he recibido después. Fue un beso único que en aquel momento intentó avalar una felicidad continua con Lucía, todo el porvenir lleno de besos de Lucía, Lucía en mi corazón para siempre, Lucía inaugurando el resto de mi vida, Lucía era el mundo, la vida, todo…

Mucho tiempo después deshicimos el abrazo y se acostó en la cama, pero no me llamó con un baile de sus manos, ni susurró palabras hechiceras, ni me atrajo con las promesas de su cuerpo: se puso de cara a la ventana, y prorrumpió en sollozos sin que ningún Dios pudiera consolarla.

Me tumbé a su lado. No me atreví a atraerla hacia mí y volver a abrazarla porque sentí que debía dejarla naufragar y rescatarse por sí misma.

Más adelante se fueron calmando los hipidos, dejó de convulsionarse, recogió las últimas lágrimas con el dorso de una mano, y secó los caminos por el que había discurrido, gota a gota, aquel caudal nacido como expresión de todos sus revuelos.

Nos quedamos cada uno en nuestro mundo de silencio.

Cuando sonaron dos campanadas me pidió que le trajera agua, por favor, y algo comestible del frigorífico, que le acercara la bata, que le perdonara, que tratara de comprender todo lo que le había pasado y, por si me servía para algo, en su desconcierto dijo que hay que rechazar la realidad por principios, que la imaginación tiene menos credibilidad que las cosas que sí pasan, que al final siempre ganan los miedos, que la vida no termina de aclararse y que todo es provisional, y aunque se me quedó tan grabado que aún hoy soy capaz de recitarlo incluyendo hasta las comas, no entendí nada pero callé.

Cuando terminó de comer estaba más calmada.

Yo no me atrevía a profanar su silencio, así que esperaba la escandalera de sus reacciones o el bálsamo de sus palabras.

Hubo más de ese mismo silencio antes de decir que, muy a su pesar, porque se le había metido el amor en lo que iba a ser un pasatiempo, se había enamorado de mí, y no era capaz de razonar con su locura para convencerla de la imposibilidad de enamorarse de mí; habló de todos los quebraderos que eso le traería, y a pesar de haber usado la crueldad de la realidad para decirse que podía ser mi madre, y que no existía un futuro para nosotros juntos, ni se podía falsificar uno a nuestro interés, y a pesar de herirse con brutalidad para enfriar sus ánimos, y a pesar de hacer desfilar por su pensamiento a toda la gente que se reiría de lo que le estaba pasando, y a pesar de imaginarse un porvenir lleno de burlas disimuladas y de confusiones razonables con nuestra relación, a pesar de ello seguía enamorada de mí, y no encontraba quien matara el sentimiento ni sabía quién podía enfriarle el corazón.

Busqué con intensidad las palabras que pudieran desbaratar su idea de abandonar y la convencieran de que su único futuro discurría conmigo.

Las encontré.

- Te quiero.

Y parecieron suficiente razón para convencerla y acallarla, porque reapareció en su boca la sonrisa habitual, cesó el arroyo de lágrimas, le entró la vida en el cuerpo y amaneció el brillo en sus ojos.

Nos besamos porque era lo único que requería nuestra intención y nuestro deseo: besarnos.

Retomó su gusto por acariciarme y recorrer lentamente los caminos sin escribir de mi cuerpo, y volvió a alterar su respiración y la mía. Me animó a que la tocara. Cogió mis manos y las depositó contra su cuerpo. Las aplastó contra sí para que se calmara la disputa entre los dedos por ser los primeros en transitarla y ser los más osados en llegar a los sitios inexplorados, que eran todos.

El terremoto de mis nervios no me dejaba tranquilizarme y estar en la paz reposada que requería lo porvenir, en lo que ambos éramos inexpertos.

Así que me calmó y se calmó.

- ¿Me deseas?

- Entera.

- ¿Me quieres?

- Sí.

- ¿Sin dudas?

- Sin dudas.

Efectivamente, sin dudas, con una seguridad que nunca antes estuvo en mí, con una claridad diáfana, con una firmeza indestructible; la amaba sin miedo, como si no hubiera hecho otra cosa en mi vida más que amar, como si amarla fuera respirar.

- ¿Y tú? ¿Me quieres?

- Todo.

- ¿Sólo?

- No se puede querer más.

- ¿Y el futuro?

- Que espere.

Me llevó de nuevo al universo de besos, al presente de besos, a los besos sentidos, las caricias, ella, yo, la pasión…

Fue un día de lujuria en el amor, de pureza en el sexo, de proyectos sin palabras para no despertar a las adversidades; fue el día de los grandes descubrimientos en el que dábamos pasos firmes y duraderos.

Así lo creímos entonces.

La noche fue una continuación.

Estuvimos despiertos en un intercambio continuo de ilusiones y besos, retozando sin pudores y relatándole a su curiosidad insaciable todo lo que no podían ver sus ojos apagados.

El amanecer nos trajo el principio de la despedida.

Cada pocos minutos me preguntaba la hora. A las diez me dijo, sin ganas, que me tenía que marchar. Trató inútilmente de darme unos ánimos que no tenía. Habíamos hecho planes para seguir viéndonos cada tarde.

El mundo puso un punto y aparte para nosotros.

Poco después puso un punto final.

Me imagino todo lo que pasaría por su cabeza.

Me imagino los argumentos que encontró para tomar tan tremenda decisión.

Su madre la encontró desnuda, sobre la cama, las venas deshabitadas, encharcada en su propia sangre, con una sonrisa indecisa, y en los ojos una luz incomprensible de felicidad.

 

 

Hoy tengo setenta años y una confusión más calmada.

Creo que, a fin de cuentas, el amor es igual en todos los sitios y casi igual en todas las edades. Creo que no tiene que entrometerse entre los que deciden explorarlo, vivirlo, incorporárselo, amar… y creo que debería respetar las decisiones de quienes se atreven a aceptarlo y que debería colaborar plenamente con ellos; creo que tendría que dar claridad a quien se enamora, la suficiente como para ser capaz de olvidarse o rechazar todo aquello y todos aquellos que interfieran de algún modo.

Sí la amé.

Siempre he sabido que la amé, y la pena de mi vida es no haber podido amarla mucho más.