Francisco de Sales - Relatos

ROTA

Francisco de Sales 

     

       El espejo, tan cruelmente sincero, le devolvió una dramática imagen: la de una mujer que aún no había consumido cuarenta años pero ya acumulaba una derrota de muchas vidas.

        Ante esa visión, cerró los párpados.

        El izquierdo con más dificultad, porque era el que había recibido los dos puñetazos.

        No era la primera vez. Ni la última, añadió la voz de su pensamiento. Le volvió a doler, más que el martirio de la enésima paliza que había recibido de su marido, el dolor de su resignación.

        Abrió los párpados.

El izquierdo, levemente.

A través de la cortina de llanto en su ojo derecho, de un modo difuminado y turbio, pasó revista a los desperfectos que le había causado. Su pelo, tan preciado, estaba descabellado. Su boca era el manantial del que se alimentaba un riachuelo de sangre.

Se entretuvo en remeter la blusa para evitarse el trance de ocupar la vista y el dolor en mirar su cara, que había recibido la mayoría de los impactos.

        En ese mismo momento Ramón estaba viendo la televisión. Seguramente ya habría olvidado la retahíla de insultos que había gritado, y habría borrado de su conciencia la barbarie de los golpes con los que quería castigar su propia frustración; quizás habría encontrado una mentira para justificar los hechos, y lo único que le dolía, de lo que había sucedido, era el puño, por un golpe en el que había puesto demasiada fuerza.

        Ella, encerrada en el baño, su refugio tardío, reiniciaba otro llanto, silencioso para no llamar la atención de los vecinos, y volvía a martirizarse con la frase insolvente de que era la última vez que se lo consentía.

        Si hubiera sumado todas las veces que se había prometido eso mismo, al verlas juntas posiblemente se le hubiera roto la dignidad por la vergüenza y no hubiera sido capaz de encontrar consuelo ni en la debilidad de su condición femenina ni en las palabras de su madre que le repetían que las mujeres nacen predestinadas a la resignación y el maltrato, y que la única autoridad para deshacer el matrimonio es la muerte.

        En más de una ocasión se le había sublevado una maldición hacia su madre por haberla condenado a esa mansedumbre, a esa rendida derrota, y a veces encontraba un inútil consuelo en pensar que si no la hubieran educado de esa manera, si le hubieran hablado de derechos y de igualdades, ahora no estaría enzarzada de nuevo en ese laberinto de los pensamientos que no encuentran final satisfactorio, y no estaría gritando en silencio para no delatarse, que ese era otro pesar: no poder gritar su dolor a un mundo que no quiere escuchar lo desagradable.

        Si alguna vez, amparándose y confiando en el secreto de la confesión,  se había atrevido a confiar en sus amigas, a las que no podía ocultar los moretones delatores, no había encontrado la interlocutora valiente que la hubiera animado a deshacer ese matrimonio doliente e innecesario, sino que se había encontrado con otras esposas con su misma sumisión.

        La única vez que reunió las migajas de su valentía y se acercó a una Comisaría de Policía, no encontró comprensión sino el recitar desganado de las leyes en la voz monótona de un funcionario más interesado en terminar su turno que en mostrar empatía con aquella mujer llorosa que no encontraba el orden para las ideas ni las palabras y ocultaba la cara entre las manos, así que salió aún más reafirmada en su convicción de que no tenía solución, y que el destino se había empeñado en repetirse incansablemente.

        Había otro duelo añadido, y era el de tener que meterse en la cama con el mismo tipo que poco antes le había pegado, porque él no la permitía quedarse en el sofá, ni en la cama de la hija que murió cuando tenía siete años, sino que la obligaba a meterse con él, le prohibía expresamente que gimoteara, que sollozara, que suspirara, se daba la vuelta y le deseaba buenas noches; buenas noches  insultantes, porque equivalían a decir aquí no ha pasado nada.

        Entonces comenzaba una noche larga y desordenada en la que se mezclaban los sueños más trágicos con los más esperanzadores, campeaban sin control los pensamientos de rebelión más osados con la realidad de su rendición incondicional, y se mezclaban en una amalgama imposible las oraciones de desamparo con las tambaleantes promesas de redención.

        El amanecer la encontraba en una duermevela  hecha a base de las horas sin dormir, el cansancio mental y la pesadez del cuerpo dolorido.

        Él se levantaba cuando sonaba el despertador, la miraba sin mirarla, sin decir ni preguntar nada, se vestía de su traje impecable, entraba en la personalidad del director comercial que se comía el mundo de los negocios, y abandonaba el hogar dejándola sumida en su más íntimo desprecio, expuesta al despojo y la rapiña de su propia crueldad.

Para ella era otro momento idóneo para sabotearse, para seguir ahondando en la humillación y el autodesprecio, para rescatar el pensamiento y el deseo de suicidarse, ya que no le quedaba nada bueno en el mundo. Era el momento de echarle a Dios en cara su abandono, su injusticia paterna, el destino de mierda que le había dado, el robo de su hija Clara cuando acababa de cumplir siete años de dar satisfacciones, llevándose toda la felicidad; se llevó con ella la parte del futuro que contenía la alegría, el resorte de producir sonrisas, el sonido de las carcajadas, el brillo deslumbrante de los ojos ahora ahogados; se llevó toda la vida, y la dejó con ese hombre que la maltrataba sin motivo.

        Dios es injusto, decía desde su desazón. Dios no era el todo amor del que le hablaron las monjas mustias. Dios era el demonio con otro nombre.

        Se asomó a la ventana.

        Abajo, once pisos más abajo, el suelo la llamaba con su promesa de cambiarle el descanso en la oscuridad eterna por su vida apagada, de darle la paz a cambio de su vida, de reunirle con la hija de su amor si saltaba en un vuelo de ojos cerrados y alas plegadas.

        Algo, o un alguien muy interno que la cuidaba, la obligaba con cuidado a cerrar la ventana y a desistir de la idea.

        El resto del día del resto de los días era una ausencia y un vacío enorme en el que ella no habitaba.

        Cada día salía a la calle, escondida tras las gafas negras y el maquillaje de camuflaje, componía una mueca triste para agradecer la atención de la panadera, hacía las compras cotidianas, deambulaba sin sentido por las calles, y volvía a casa a tiempo para preparar la cena de su marido.

        Le ponía la comida, se sentaba frente a él con la mirada asolada, contestaba con monosílabos a los intentos de crear una incierta buena relación, en un reconcomio silente, en una evasión continua de la realidad, y rezando al sueño para que la rescatara de la no vida que tenía que vivir, porque su vida era un vacío obstinado en no encontrar la luz.

        Algunas noches entraba su hija en los sueños, y eran noches de llantos como mares. Clara la animaba, decía que tenía que seguir adelante, que tenía que buscar la felicidad en otro sitio, que abandonara su cárcel y se lanzara a rellenar su biografía de episodios distintos, y ella, envalentonada, le prometía que así lo haría, que conseguiría que se sintiera orgullosa de ella como madre y como persona, y se comprometía a despertarse con el ánimo decidido, con la vitalidad vigorosa, con la fortaleza recia, y con esperanza, aunque todo ello se difuminaba con el sueño, y al despertarse sólo tenía una sonrisa vaporosa, casi alelada, y un vago regusto dulce.

        El día diecisiete, como todos los días diecisiete, compró un ramo de margaritas grandes, las preferidas de Clara, y fue a llevárselas y a buscar en ella el consuelo silencioso recordándola hasta rayar el disco obstinado de la memoria.

        Se puso de rodillas frente a su tumba, como hacía siempre, pero como sintió que temblaba toda entera, se tuvo que sentar en el suelo y recostarse para recuperar el alma. Miró a su alrededor, buscando socorro, pero no vio alguna persona, y poco después vio la nada y su consciencia la abandonó.

        Cuando volvió en sí, estaba recogida en los brazos de un hombre que se esforzaba en rescatarla de donde estuviera, que le hablaba en voz alta para traerla a la vida, sofocado y sin saber qué hacer.

        Cuando la vio abrir los ojos, y la oyó preguntar dónde estaba y qué le había pasado, respiró más tranquilo.

        - Vaya susto que me ha dado, señora –fueron sus primeras palabras.

        - ¿Qué me ha pasado? –repitió. 

- La he encontrado caída en el suelo, desmayada.

- No sé qué me ha pasado –se disculpó.

- ¿Se encuentra bien?

- Creo que sí.

        - Si puede levantarse, la acompaño a una cafetería para que tome algo.

        - Muchas gracias –dijo mientras se incorporaba.

        Él, para sujetar sus tambaleos, la agarró por la cintura durante el trayecto hasta su coche. Ella, a pesar de estar aún conmocionada, sintió la presión de su mano, el roce con su cuerpo, la atención cuidadosa y la mirada ahora sonriente: todo eso lo tenía olvidado.

        Se sorprendió de estar más atenta a las emociones recién despertadas que a averiguar su desmayo. Se le estaban desempolvando en la memoria los recuerdos de cuando estrenaba amor y agitaciones, de cuando sentía un escalofrío con el contacto de su único novio, de cuando se metía en la cama al llegar a su casa, se tapaba con las sábanas hasta desaparecer, y cerraba los ojos con fuerza para concentrarse en volver a provocar el terremoto emocional, en repetir cada una de las palabras que él le había dicho, en traer otra vez a la vida el gusto y el regusto de sus besos.

A su lado, el señor conducía y al mismo tiempo la miraba, le enviaba el ánimo en su sonrisa, y le preguntaba una y otra vez, como si no hubiera otra cosa que preguntar, cómo se encontraba.

        Ella le devolvía otra sonrisa silenciosa y se volvía a sumergir en el laberinto de su recuerdo, cerraba los ojos, se escapaba de su cuerpo hacia el pasado, toqueteaba aquel aire enamorado, recorría cada uno de los caminos que recorrieron juntos, se emocionaba en ese mundo de fantasía, y así estuvo, durante un tiempo que se le escapó a la medida de los relojes, hasta que distinguió de entre todas las palabras que no estaba escuchando una que le sacó con brusquedad de su ensueño.

- ¿Ha oído lo que le he dicho? –preguntó al no recibir respuesta a su pregunta anterior.

- Perdone, no lo he oído.

- Le preguntaba si quiere que llame a su marido.

- No, gracias –dijo visiblemente alterada- ya me encuentro bien, y en cuanto tome un café estaré mejor. A veces me baja la tensión y se me va un poco la cabeza.

Él se apeó antes que ella. Se acercó a su puerta y la abrió. Le tendió la mano, y ella sintió el contacto de la mano que en sus sueños la rescataba de su realidad y la devolvía al mundo feliz.

La cogió del brazo con naturalidad, como si llevaran años cogidos del brazo, y llegaron hasta el interior de la cafetería. Estaban prácticamente solos. El aire repartía música.

- ¿Le gusta lo que está sonando?

- Sí me gusta.

- ¿Le gusta Mahler?

- Lo siento, conozco la música pero no al autor.

- Mahler, Sinfonía nº 5 en do sostenido menor, Adagietto: molto lento.

- Me gusta mucho.

- Yo la titulo “música para ver llover”

- Muchas gracias por todo lo que está haciendo por mí.

- De nada. Me asusté mucho cuando la encontré en el suelo. Al principio pensé que estaría usted muerta.

- Quizás haya sido por la tensión de estos últimos días, y... por el recuerdo de mi hija. Murió cuando tenía siete años.

Él le habló de la casualidad, porque también una hija suya había muerto con siete años en un accidente, junto con su esposa, por eso estaba en el cementerio, y le pregunto si creía en las casualidades, y como ella le contestó que sí, y aunque parecía no estar muy entusiasmada con charlar, creyó que lo mejor que podía hacer hasta que estuviera más recuperada sería distraerla. Hizo que se tomara dos cafés, la dejó que hablara lo poco que quiso hablar, con palabras sueltas y separadas en el tiempo, como si no pudiera hilvanar frases o ideas, pero comprendió que su situación no era de normalidad.

Cuando le pareció que era conveniente, le preguntó otra vez que si quería llamar a su marido para que viniera a recogerla, y como notó un gesto inconsciente de retraimiento cuando se lo dijo, se ofreció para llevarla hasta su casa.

- ¿Tiene usted prisa? –preguntó ella.

- Ninguna.

- ¿Le importa si nos tomamos otro café?

- Ni que tomemos mil –sonrió él.

Entonces ella empezó a hablar un poco más tranquila. Se le hacía extraño hablar con personas desconocidas, y aún más extraño hablar con un hombre, y darse cuenta de que lo estaba haciendo le produjo una sensación agradable. Después pensó que ese hombre no le parecía un hombre, y aunque no supo explicarse a sí misma lo que eso quería decir, supo que era bueno.

Hablaron de sus hijas, con mucho cuidado para no alterar la emotividad. Las lágrimas quisieron certificar lo que decían cuando hablaban de la añoranza y del vacío irrellenable, pero fue suficiente con que se humedecieran ligeramente los ojos para que ambos se dieran cuenta de que profundizar en ese tema les llevaría a una situación poco apropiada para ese momento.

Él habló de la falta de su esposa, de la que estuvo muy enamorado, y ella le acompañó en el dolor al mismo tiempo que se acompañaba en su propio dolor por la falta de un marido como ese hombre.

Después, para tratar de aliviar la tensión, para rescatarse de la tristeza, teorizaron sobre los deseos, sobre la infancia y las ilusiones. Él se reía mucho. Había empezado a apostillar con frases simpáticas y acotaciones ingeniosas alguna de las cosas que ella decía, y había logrado hacerla sonreír tímida y vergonzosamente.

- Me gusta su sonrisa.

Se sonrojó como una niña. No supo dónde depositar su mirada para que él no pudiera verla. Estuvo buscando algo que decir, algo que fuera apropiado, algo que no delatara su turbación, pero no encontró mas que el acto infantil de mirar a todos lados sin mirar a ninguno, y le pidió disculpas para ir al baño.

Se miró en el espejo: aún le duraba el rubor.

Volvió a comprobar que había cerrado bien el pestillo. Se sentó sobre la tapa de la taza del retrete para poder indagar tranquilamente en su nerviosismo. Se levantó nuevamente y volvió al espejo para ver su rostro. Intentó una sonrisa, para ver por qué le había llamado la atención a él, pero esta sonrisa no fue natural y no le pareció convincente. Buscó qué podía hacer para producirse otra, más auténtica, y pensó en la mirada con que la miró cuando se lo dijo, en el tono de su voz tan firme, y en su sonrisa, y fue su sonrisa, contagiosa, la que hizo florecer una como la que le había gustado a él, y dejó que se alargara cuanto considerara necesario.

Se sorprendió de ese bienestar que la llenaba, y entonces salió de la nube, bruscamente cambió de estado, y se reprendió por lo que acababa de hacer y lo que acababa de pensar.

Salió muy seria. Se acercó a él y dijo, muy secamente, que se tenía que marchar, que se encontraba bien pero se le había hecho muy tarde; le repitió su agradecimiento, insistió en pagar los cafés pero él le pidió que le permitiera invitarla, y le preguntó si había dicho algo inconveniente, algo que la hubiera molestado, si la había ofendido. Ella insistió en la prisa, dijo que cogería un taxi, y le dio nuevamente las gracias por todo.

- Me llamo Jorge.

- Yo me llamo María. Discúlpeme por no haberme presentado antes. Muchas gracias nuevamente.

Salió corriendo, sin mirar atrás. Estaba azarada, confusa, pensando que ella no era ella, o por lo menos que quien había sentido esas emociones no era ella.

Su marido no la miró cuando llegó a casa, como era habitual, pero si se hubiera fijado no habría encontrado las huellas de lo que había pasado ese día, ya que se había encargado de borrar a conciencia todo, lo bueno y lo malo, porque la imaginación de sus deseos había volado más de lo que le estaba permitido, acercándose peligrosamente a los sueños prohibidos. Ella estaba convencida de que hay personas que nacen para ser infelices y lo serán siempre aunque se empeñen en intentar lo contrario.

        Él tuvo una noche tranquila: había fútbol en la televisión.

        Ella alargó el momento de irse a la cama. Cuando el silencio y la noche se hubieron adueñado de la casa y del mundo, buscó a Mahler en la colección de discos, y le encontró. Se puso los auriculares, se recostó en posición fetal en el sofá, cerró los ojos, abrió los oídos del alma, y se dejó llevar.

        Poco después ella estaba en el campo, llovía, y la música sonaba como si el cielo se hubiera llenado de grandes altavoces. Llovía para acompañar a la música, para que el título con que él había bautizado la Sinfonía nº 5 tuviera razón. Pero no se estaba mojando: el agua se apartaba como si un paraguas invisible la protegiera.

Esperaba, emocionada, que apareciera Jorge. Una voz en su interior la acusó de ser una tonta soñadora que estaba haciendo una chiquillada, pero se rebeló contra la tiranía de su propia inquisición y se permitió seguir bajo la lluvia, ilusionada, bailando un baile de peonza, sonriendo sin miedo, volando y saltando en los charcos al mismo tiempo, despreocupada, esperando que se cumpliera el primero de los deseos que le concedía su hada madrina.

Al fondo de su imaginación, pero acercándose cada vez más, apareció él. Se beneficiaba de la misma magia de ser respetado por la lluvia. Venía sonriente, agitando las manos, agitándose todo él, agitándola entera, desperezándola del aletargamiento de los últimos años, desenterrando sus emociones muertas, recuperando el amor proscrito, haciéndole campanillear sus risas, insuflándole de nuevo la vida.

        Llegó hasta ella, la abrazó rodeando su cintura con cariño, con deseo, con pasión, haciéndola que se sintiera deseada, despertando su lujuria quieta; la besó como siempre había deseado ser besada: con una mezcla de dulzura y fiereza. La besó lentamente, perpetuamente.

        Llenó sus oídos de caricias, sus ojos de luz, su alma de paz, y su cuerpo de escalofríos.

        Estaba en ese estado beatífico, rogando por su infinitud, cuando sintió un zarandeo, real, que la trajo bruscamente hasta el sofá. Su marido la agarraba del brazo y le ordenaba que fuera a la cama inmediatamente. Eso quería decir que tendría que satisfacer su deseo de sexo.

        Se entregó sin pasión, como era habitual. Generalmente aprovechaba el momento del abuso sexual para rezar, o para recordar a su madre, y no sabía por qué aparecía ese recuerdo en esa situación. A veces, aprovechaba para hacer una lista mental de las cosas que tenía que comprar en el supermercado. Cualquier cosa que hiciera era más cómoda que estar atenta a la humillación, y cualquier distracción era menos dolorosa que asistir a su propia violación.

Le costó trabajo quedarse dormida. Lo último que consiguió pensar era que tenía que borrar de su pensamiento a Jorge y reintegrarse a su mierda de vida.

Se despertó con una tristeza amarga, y con el propósito, aparentemente firme, de no volver a pensar en Jorge, de no buscar refugio en el pensamiento. Tomó dos cafés, muy negros, y volvió a prometerse que tenía que romper, como fuera, su matrimonio.

Como siempre, al llegar a la decisión heroica, cuando ya parecía que todas las fuerzas se habían aunado en tan noble empeño, una voz de su miedo, o una voz de la cordura, le recordaba unas palabras que había escuchado muchas veces con la promesa incuestionable de convertirse en realidad: si me dejas, te mato.

Se arregló con mucho cuidado; se probó varios vestidos hasta que encontró uno que le satisfizo. Se sorprendió de ese cuidado, de esa coquetería en desuso, pero no le pareció mal, sino lo contrario. Salió a la calle. Observó que andaba encogida, como de costumbre, para intentar pasar desapercibida, y puso remedio: elevó la cabeza.

Notó que se sentía más alta, y por eso más atractiva, y le pareció que respiraba mejor y que el futuro que antes terminaba en el suelo ahora llegaba hasta el infinito.

Intentó una sonrisa, y se produjo naturalmente, porque a pesar de  su prohibición había vuelto a pensar en Jorge. Entonces se dio cuenta de que había salido a la calle con el deseo de que se produjera el milagro de encontrarse con él; se dio cuenta que deseaba verle, volver a escucharle, decirle todo lo que no le había dicho.

Quiso recordar todos los detalles de la conversación, pero muchas cosas se habían borrado en su memoria; hizo un esfuerzo para tratar de recordar si había hecho alguna referencia a algún dato personal suyo; quiso recordar la marca del coche o la matrícula. Sintió una sensación de agobio. Pensó en volver al cementerio, para ver si se encontraba con él, y fue entonces cuando se dio cuenta de que estaba idealizando a ese hombre que, en realidad, no había hecho por ella nada distinto de lo que hubiera hecho cualquier otra persona en la misma circunstancia. Se dio cuenta de que no hubo un detalle de él que le hiciera alimentar todas las ilusiones que estaba engordando.

Comprobó su vacío emocional, su desamparo, su pobreza de amor, la nada en la que vivía, y comprendió por qué quería agarrarse a Jorge: no era algo real, pero esa ilusión era lo único que tenía.

Volvió apresuradamente a casa. Cayó sobre la cama ensopada por su propio llanto, gritó sin recato, aporreó el colchón, se ensañó en golpear a la almohada con la furia contenida de los últimos siglos de su padecer, maldijo todo lo humano y todo lo divino, derramó las últimas lágrimas que le quedaban y, por fin, esperó tumbada que se le amansara el revoltijo de sus emociones.

Eran más de las cuatro cuando se levantó. Por su cabeza habían desfilado, por enésima vez, los últimos años de su malvivir. Había revisado la relación con su marido, cómo aquel joven amoroso y atento había ido degenerando hasta llegar a lo que era hoy, como si un maleficio le hubiera castigado a él y, más aún, a ella.

¿Por qué le había mentido? ¿por qué no cumplía sus promesas de amor y cuidado? ¿por qué no la amaba? ¿por qué la maltrataba?

Paró el runrún de las preguntas para evitar volver a la desesperación anterior.

Preparó algo de comida, aunque no tenía hambre. Se llevó la bandeja a la sala y comió frente al televisor. Pasó de uno a otro canal intentando encontrar algo interesante, pero era la hora de hablar de las vidas y las tonterías de los personajes cuyos nombres eran divulgados inmerecida e innecesariamente.

Apagó el televisor. Puso la música de Malher, y se dejó vencer.

Los días siguientes transcurrieron mientras ella luchaba entre recordar y olvidar a Jorge, decisión que se había resuelto a favor del olvido, que prometía ser menos doliente; había vuelto a rendirse a la condena de su malvivir, e incluso había decidido ser amable con su marido, para ver si de esa manera podía evitar su martirio.

El día diecisiete, como todos los días diecisiete, compró unas margaritas grandes, las preferidas de Clara.

La llegada al cementerio le trajo el recuerdo inevitable e inolvidable de Jorge. Miró disimuladamente a su alrededor tratando de encontrarle: en un secreto del que ni ella misma era consciente había alimentado la ilusión de que le encontraría allí.

Le contó a Clara todo lo que había pasado desde la última visita. Se lo contó más de una vez, porque alargaba el tiempo para darle más plazo a él, para que pudiera llegar, para que se materializara, para que no la dejara el resto de su vida en la quemazón de soñar con encontrarle de nuevo.

No se marchó a la hora de comer. Siguió esperando ansiosamente. Ya no podía disimular que se le iba la vida en la espera. Recorrió mil veces los pasillos flanqueados por tumbas, probó todos los pensamientos desesperados, rezó a casi todos los santos, y se abatió y se recompuso lastimosamente.

Empezaba a anochecer cuando aceptó la derrota. Una de las muchas lágrimas que habían estado intentando salir durante toda la tarde aprovechó la rendija que dejó la aceptación indeseada de no volver a ver a Jorge, y escapó, silenciosamente, dejando un rastro amargado.

Se despidió de Clara. Repitió un Padrenuestro resumido, desganado, y emprendió el camino de regreso a su casa. Fue desmontando los sueños que había concebido, olvidando las ilusiones, despidiendo al utópico futuro, entrando otra vez en su vida de mierda, como decía ella, colocándose la máscara triste, y llorando sin lágrimas y sin sollozos.

Esa noche fue la más larga de toda su vida, más larga que las noches que pasó guardando el duelo y el luto por Clara, más larga que las noches que se había quedado despierta curando algunas de las heridas que le infligió su marido. Más larga que las noches más infinitas.

No comprendía nada, o no quería comprender. Había hecho un mundo irrealizable de un encuentro casual, había sublimado a aquel hombre y le había convertido en el Mesías; había falseado la realidad, se había hipnotizado con un imposible y había cometido el peor delito: engañarse a sí misma. Y ahora lo estaba pagando.

        No quería perdonarse, no quería aceptar que tenía derecho a un espejismo, a una fantasía; tampoco quería aceptar que ya había sido bueno que pudiera sentir otra vez el viajar desbocado de la sangre por sus venas enamoradas, poder contar los latidos de su corazón alterado, sonreír como una bobona, poder sentirse deseada, aunque fuera en los sueños de su imaginación, y comprobar que sus capacidades de amar y de sentir seguían vivas.

        Toda la noche interminable no fue suficiente para que se reconciliara y emitiera un perdón; se empeñó en castigarse para el resto de los años que le quedaran por vivir, y enterró los sentimientos en lo más oscuro de lo más oculto de lo más inaccesible.

        Al amanecer, si se hubiera mirado en un espejo, habría visto su mirada muerta y la cara auténtica de la derrota.

        En los siguientes días no apareció ninguna esperanza, ni se presentó de nuevo el deseo de salir de su destrucción. Nada le importaba. Nada la conmovía. Nada.

        A punto estuvo de terminarse el siguiente día diecisiete sin que se acercara a rezar y añorar a Clara. Se acordó mientras comía, cuando lo oyó en la radio. Dejó el plato casi lleno. Se vistió apresuradamente, cogió un taxi, llegó sin las margaritas, angustiada, sintiendo que había estado a punto de cometer el pecado imperdonable de olvidarse de la inolvidable Clara.

        Le pidió perdón una y otra vez. No encontraba las palabras ni la justificación para lo que había pasado. Se sentó en el suelo porque se notó demasiado alterada, y no quiso que le pasara lo mismo que la otra vez. Cerró los ojos, acompasó la respiración, fue vaciando la mente de sus propios reproches, fue llenando la mente del recuerdo de Clara, de su cara sonriente, de sus primeras palabras, de los besos que le enviaba en un avión imaginario que recorría la distancia que las separaba cuando ella jugaba con sus muñecas y María la miraba. Fue calmándose, y su boca triste quiso sonreír.

        Así estuvo mientras pudo, disfrutando el remanso, descansando de su propia fustigación, entregándose por completo a Clara, que no se merecía su pesadumbre y sí una tarde feliz.

        Cuando abrió los ojos vio a Jorge.

        Y su corazón, que en otras ocasiones sí había estado preparado para recibir el impacto de encontrarse de nuevo con él, esta vez no supo contenerse y mantener su ritmo de latidos uniformes, sino que se embraveció e intentó escaparse del pecho a través de la piel.

       - Dijiste que venías todos los días diecisiete.

Ella no pudo contestar. No encontraba las palabras.

        - El mes pasado estuve en París y no pude venir a verte, pero he salido todos los días a la calle con la esperanza de encontrarte; he recorrido la ciudad de arriba abajo a todas las horas, he volteado las calles y los comercios buscándote, y hoy estoy aquí desde las ocho de la mañana, esperándote.

       - ¿Por qué?

       - Porque deseaba volver a verte. Porque necesitaba estar contigo.

       - Vaya...

       - Necesitaba verte.

       - Y yo.

        La ayudó a levantarse. La rodeó con sus brazos, como ya había hecho antes en los sueños de la imaginación, y la besó sin necesidad de explicaciones y sin pedir permiso. La besó con pasión calmada, primero el cuello, después recogió sus lágrimas con los labios, besó sus ojos, besó su sonrisa nerviosa y, por fin, sus labios ansiosos.

        Ella le besó del mismo modo apasionado que besaba años antes. Sin vergüenza y sin pedirse explicaciones. Sin miedo. Sin remordimientos. Como si llevara toda su vida esperando estos besos, como si la razón de su vida fuera besar a ese desconocido.

        Después hablaron, atropellándose, de la locura que acababan de cometer, de cuánto habían pensado el uno en la otra y viceversa, de cómo deseaban seguir conociéndose, entrando en la otra vida; del despertar de las emociones aletargadas, de la ocupación abusiva y exclusiva de los pensamientos por parte del otro, de cómo habían repetido sus nombres, nombrándolos para que a la llamada del deseo se convirtieran en realidad; de cómo se habían buscado, y del miedo de no volverse a encontrar.

        Luego, más serenos, volvieron a repetir que era una locura lo que les estaba pasando, una sinrazón, pero ninguno quiso olvidar al otro, ni salir corriendo, ni rendirse a otro futuro tratando de borrar su breve pasado en común, sino que se entregaron a vivirse como si fuera la continuación de una historia que hubiera comenzado en otra encarnación.

Se habían olvidado de los primeros pasos en la dicha de enamorarse, y para acertar no les quedó más remedio que rendirse y dejar que fuera la inocencia quien les marcara el camino, que fuera el amor quien dictara las palabras, las miradas, y quien gobernara sus corazones maltrechos.

        Por eso llenaron con silencios muchos de los primeros momentos que estuvieron solos, porque no era necesario redundar con explicaciones lo que decía el modo de contemplarse, y porque ninguna palabra explicaba mejor esa sensación tan indefinible de sentirse bien al lado de otra persona, sin más, sin hacer nada especial ni decir nada asombroso.

        Fue pasando aquella tarde a su ritmo lento. Ellos no estaban pendientes de eso, sino de sí mismos, que eran el centro de su propio universo, y más atentos al discurrir de sus manos avergonzadas por las manos del otro, y más pendientes de agradar al otro, de mirarle profundamente para grabárselo de forma imborrable.

        Lo que les importaba era dejarse arrastrar por el vértigo incontrolable de dejar los sentimientos sueltos, a su libre alboroto, y lo que temían era lo mismo: no saber dejarse vencer por el apasionamiento de un corazón sin censura.

        Tomaron contacto con algunos de los escalofríos tenues del amor, y con el recuerdo de cuando los recibían a diario; se sintieron transportados a otro mundo en otra vida, porque lo que les estaba estremeciendo no se había manifestado recientemente en su cotidianidad, y les parecía más de sueño o de película romántica.

        No tuvieron más remedio que asistir al conflicto de sus corduras, que trataban de encontrar la racionalidad por alguna parte sin conseguirlo.

        El amor no era así, según recordaba la lógica.

El amor sí era así, según la opinión del corazón.

        Ella descansaba sus manos en las de él, y él las cuidaba, las acariciaba, las acogía como hijos pequeños.

        Él la miraba sin hartazgo, centrando la vida en apreciar el terremoto de los escalofríos, sintiendo con toda la atención, mirando los ojos inmaculados de María y leyendo el libro del amor en su sonrisa.

        Ella, para no ser menos, volteada sin respeto por las emociones, se dejaba arrastrar por la deriva de su corazón, que no quería salvarse sino seguir sintiendo el lado placentero de la vida, el lado festivo de las relaciones, la cara amable del amor.

        Anocheció, y eso fue lo que les trajo al mundo. De pronto, la prisa irrumpió en su magia, la realidad se impuso, y la norma les venció.

        Ella dijo que se tenía que marchar urgentemente y rechazó el ofrecimiento de acercarla hasta su casa; en un atropello de palabras concertaron otra cita, se desearon todo lo bueno, se prometieron soñar sólo con ellos, se despidieron, y aún tuvieron tiempo de repetir, sin quererlo, que era una locura.

        Cuando llegó a su casa, Ramón la estaba esperando. No preguntó el motivo del retraso, sino que le abofeteó la cara.

- Tú ya sabrás por qué –dijo- y quiero la cena inmediatamente.

Se fue hacia la sala y conectó el televisor. Al rato se levantó, y volvió a la cocina.

- ¿No me estarás engañando con otro hombre?

        - No.

        - Sabes que si me entero, te mato. Que no se te olvide.

        El estremecimiento que le produjo escuchar la amenaza fue tremendo esta vez. En otras ocasiones, y asombrada porque de tanto escucharla le había dejado de sonar intimidante, se había parado a averiguar el motivo de la despreocupación, y había descubierto que no tenía nada que perder, y que una muerte no muy dolorosa podría ser más una paz que una tragedia.

        Pero ahora le pareció muy distinto. Ahora sí había una razón, que se llamaba Jorge, por la que seguir, así que sintió una rebelión interior que le propuso un motín, atreverse por fin a enfrentarse, salir para siempre de su derrota.

Pero la cordura, a veces fiel aliada, le sugirió que agachara la cabeza y enmudeciera, y que dejara que se instalaran las aguas calmas.   El día siguiente fue mejor momento para pensar. Salió a la calle, deambuló sin dirección fija, con el pensamiento puesto en Jorge para que se le formara la sonrisa feliz, y se planteó formalmente qué debería hacer.

        El primer pensamiento le pareció perjudicial para llegar al fin que deseaba, y se sorprendió de que se presentara con tales aires de contundencia. Se le presentó, gran sorpresa, la imagen del cura que la casó “para siempre”, y, como fondo sonoro, el sermón de su propia madre el día anterior a la boda, en el que hizo un repaso a la infelicidad en su propio matrimonio, de lo poco que había durado el poco amor que su padre y ella habían tenido, y le repitió las mismas palabras que su madre le había transmitido a ella: “Las mujeres nos casamos para parir hijos y para sufrir”.

        No sólo le pesaron las palabras de esclava sumisa, sino lo que era aún peor: la fe en la idea y la rendición absoluta. Entonces se dio cuenta que ella también había hecho lo mismo, aunque no quisiera ver la viga en su propio ojo.

        Eso la llevó al inicio de una reflexión serena sobre el triste papel de la mujer en las generaciones pasadas, pero como también se dio cuenta de que eso ya no la llevaba a nada, decidió sacar de esa tragedia la rabia necesaria para encarar su problema actual, solucionarlo, y de esa manera vengar simbólicamente a todas esas mujeres del pasado.

Ahí se hizo el juramento solemne e inquebrantable de que un día, cuando Dios le prestara fuerzas, cogería sus cosas mínimas, las metería en unas bolsas de plástico, nunca en el juego de maletas que le regaló su suegra por la boda, y saldría de la casa dando un portazo al presente desdichado que estaba viviendo

Se le amplió la sonrisa y dio el asunto por zanjado.

Volvió a pensar en la persona que le había traído la felicidad a su vida; inmediatamente se pronunció una reflexión acerca de lo rápido que se estaba desarrollando, tratando de decirse a sí misma que se necesitaba algo más sólido que algo tan simple como querer a una buena persona por ser como es, y ser querida por lo mismo, y entonces se le produjo un vacío blanco en el pensamiento, y volvió hasta el adjetivo simple, lo borró, y lo cambió por otro: grandioso.

Es curioso, pensó, cómo una misma se boicotea, cómo una misma llega a ser su mejor enemiga, cómo a veces nos da más miedo la felicidad que el sufrimiento, al que estamos acostumbradas; cómo un mundo nuevo espléndido puede asustar, y cómo se llega a dudar si una estará preparada para que le suceda lo bueno.

Volvió a casa con la sensación de que, por fin, había llegado la época de abandonar su situación.

A primera hora de la tarde, de lunes a viernes, recibía la llamada telefónica de Jorge. Le contó lo que había pensado, y lo que había decidido; él le reiteró su amor, su apoyo, y le demostró lo feliz que le hacía la noticia, pero no le quiso urgir a que pusiera una fecha, porque la conocía un poco y sabía que después de esta euforia se presentaría el temor oculto, la inquietud casi atávica a enfrentarse a su marido, y daría un paso atrás, pero la animó por esa valentía y porque también sabía que algún día sería el gran día.

Concertaron una cita para el siguiente sábado, ya que su marido iba a salir a cazar con unos amigos y estaría todo el día fuera.

Decidieron ir a una capital cercana, donde nadie les reconocería, para poder pasear tranquilamente, para poder tomarse las manos libremente, mirarse sin temor, y besarse sin recato.

Pasaron la mañana del sábado en una actitud de recién enamorados, casi empalagosos, sonriendo continuamente, dejándose besos por el cuerpo, hablando de amor.

Comieron en un mesón. Tomaron los cafés en calma.

Él, nervioso, un poco inseguro, la miró a los ojos, tartamudeó una sonrisa, y le pidió lo que deseaba pedir.

- Me gustaría hacer el amor contigo.

Ella, que había esperado que fuera él quien diera el primer paso, le dedicó otra sonrisa temblorosa.

        - ¿Qué me contestas, María?

        - Me gustaría hacer el amor contigo –repitió ella.

        Se quedaron en silencio. En un silencio de sonrisas eternas, en una quietud de no saber qué era lo próximo, en una inquietud de preocuparse por si todo saldría bien, si sus cuerpos se entenderían, si ningún remordimiento se entrometería, si estarían a la altura del acontecimiento.

Parecía que los dos se arrepentían de haber aceptado, pero era esa duda de dudarlo todo quien ponía las intranquilidades: ellos ansiaban el momento que se aproximaba.

        Salieron del mesón. En la calle, el sol invitaba a usar la sombra.

        Se acercaron andando hasta un hotel centenario que habían visto por la mañana, durante el paseo.

        El recepcionista, un hombre más viejo que el hotel, preguntó si eran matrimonio. Jorge sintió que sí, y María lo deseó.

        Les dieron la mejor habitación, según les dijo al entregarles la llave. En ella se había alojado Sofía Loren cuando vino a rodar una película, una que habían puesto en televisión el lunes de la semana pasada, precisamente, según puntualizó.

        Era una habitación muy agradable. La estuvieron inspeccionando con tal dedicación que parecía que ese fuera el motivo de estar allí.

        Ninguno de los dos se atrevía a dar el primer paso, ni el primer beso, ni a desabrochar el primer botón.

        La pasión les proponía animalizarse, deshinibirse, amar... mientras que el nerviosismo les invitaba a encender la televisión y sentarse en el borde de la cama. Hicieron esto último.

        Les ayudó en el siguiente paso el hecho de que el guión de la película tratara de una pareja de enamorados, y que los besos que se daban fueran contagiosos. Empezaron a besarse con la misma timidez del primer beso, o quizás aumentada, porque esta vez sabían cuál era el final.

        Él se preparó para dedicarle su cariño, para amarla como deseaba hacerlo: tierna y apasionadamente, y ella hizo un pacto con el olvido para que borrara de su mente cualquier intromisión que no fuera amar a ese hombre, entregarse, entregarle cuanta ternura tenía quieta, cuanta pasión tenía acumulada, cuanto de abandono necesitaba, y lo hizo.

        Jorge supo tratarla con cuidado, supo ganarse la confianza de su desconfianza, y supo reparar lo roto de su corazón, calmar sus miedos, alimentar sus sueños, y despertar su entrega.

        María sucumbía al conflicto entre su deseo de rendirse al momento, y la deriva de su pensamiento, que no terminaba de capitular, y le presentaba, en una amalgama caótica, la condena eclesiástica de estar pecando, la mano violenta de su marido, su animalidad sexual estallando, su propia imagen de mujer maltratada, la sonrisa pacífica de su hija Clara, las lágrimas felices que esperaban manifestarse, el sitio y el instante, los besos apasionados, su deseo de escapar de los pensamientos, y ella, en el centro del descalabro, asistiendo atónita al conflicto interior en el que ella era la única perdedora.

        Se paró, se separó de él, se levantó de la cama, ya desnuda, y se paseó por la habitación tratando de recobrar la vida y el alma.

        Él se levantó, se acercó a ella y la paró.

- Aquí -dijo mientras la atraía hacia él y reposaba la cabeza de ella en su hombro.

Y ella lloró un llanto atrasado, un llanto de muchas cosas que llorar; le abrazó con todas sus fuerzas para que no se escaparan ni él ni el momento.

- Te amo –dijo él.

- Te amo –duplicó ella.

        Otra lágrima, distinta, se unió al río de lágrimas. Esta era por el pensamiento de ese instante. Ella, reconfortada, acogida, comparaba este momento con los momentos en que estaba en su casa padeciendo la desatención de su marido, el maltrato físico y psíquico, su desprecio, y lo comparaba con este ahora en que era alguien para alguien, y era querida por ese alguien.

Sus emociones se manifestaban intensamente. Quería quedarse con él, apoyada para siempre en su hombro, sintiéndose acogida en el abrazo, escuchando el eco del latido emocionado de su propio corazón, pero no podía. Se le escapaba la tranquilidad en busca de las razones que siempre había tenido para estar angustiada y afligida. Y por mucho que tratara de convencerse de que este era un momento especial, y que lo que le estaba pasando a ella se lo merecía, y le podía pasar, por qué no, había algo que no le permitía aceptarlo.

Por otra parte, era consciente de que ese no era el mejor momento de ponerse a divagar, o a reflexionar, sino que era momento de estar, de sentir, de emocionarse, de escapar de todos los mundos menos del mundo del amor.

Él, sabiamente, supo callar y dejar que las voces interiores se murieran solas, y no la urgió a salir del conflicto, ni le dijo qué tenía que hacer o pensar, sino que se limitó a aportar su hombro, a cercarla un poco más con su abrazo, con la presión justa; puso un beso en el pelo, sin ruido, para no distraerla, y empezó un levísimo acunamiento que la transportó a los días de sus pocos años cuando su madre la acogía entre sus brazos para que se durmiera, y le cantaba nanas dulces.

El recuerdo se escapó al pasado, y reconstruyó con casi toda la vida de entonces aquellos momentos, lo que la llevó a redundar en el llanto que no había cesado, y a sumergirse en la experiencia que estaba probando, con tal intensidad que los brazos de Jorge se convirtieron en los de su madre.

- Mamá... –susurró con voz apagada.

        Las lágrimas se derramaban por sus mejillas; sin embalse que las acogiera, llegaban hasta el hombro madre de Jorge.

        Se vio correr por un campo verde y rojo de hierba y amapolas. Sintió el jadeo en su respiración infantil. Escuchó la voz de su madre.

        - María, vuelve, no te alejes tanto -gritaba.

        Miró hacia el lugar del que provenía la voz. A lo lejos, muy lejos, estaba la figura reducida de su madre. Volvió a correr, ahora en la dirección opuesta. Llegó hasta ella, otra vez la respiración alborotada, y su madre la subió en volandas, la hizo girar para que volara como a ella le gustaba; después, la levantó muy alto, la soltó un instante, en un juego al que jugaban a menudo, y ese momento de no sentir su contacto la llevó, inevitablemente, arrancándola de esa ilusión y transportándola, del modo más violento, a una de las muchas palizas que le propinó su marido.

        Le entró mucho miedo; un miedo que ni siquiera el contacto con Jorge pudo evitar. No abrió los ojos. Pensó que si algo tenía que pasar, o si algo tenía que sentir, esta era la mejor oportunidad, así que dejó que las visiones que se presentaran le trajeran algo, aunque fuera malo, porque estaba dispuesta a enfrentarse a los demonios emisarios.

        Se estremeció.

        Lo primero que sintió fue un dolor físico, como si fuera auténtico. Instintivamente se echó hacia atrás, aunque el abrazo de Jorge no le permitió escaparse. Con cuidado la atrajo otra vez hacia sí, y volvió a depositar su cabeza en el mismo hombro.

        Su marido, en el recuerdo que estaba reviviendo, era un monstruo babeante, de ojos rojos y dientes renegridos, y sus brazos eran máquinas de golpear. Veía la escena como si estuviera volando. Se veía a sí misma minúscula, desigual, aporreada, desamparada, y sentía ganas de defenderse, de rescatarse, de consolarse a sí misma en un abrazo de protección, pero no podía porque el monstruo era muy grande y muy poderoso.

        Entonces se vio rezando a su fuerza desconocida, la llamó la fuerza del amor, y esa fuerza la ayudó a sobreponerse, a engrandecerse, a rebelarse y escapar por la puerta serenamente y sin mirar atrás.

Abrió los ojos.

- Lo voy a hacer –dijo-, voy a dejarle.

Él la besó nuevamente. En el pelo, en el cuello, en la boca huidiza, en los pechos casi vírgenes...

La llevó en volandas a la cama, donde la depositó con ternura.

Siguió con la abundancia de besos, provocándole dulces terremotos, erizando sus vellos frágiles; recorrió con la yema de un dedo el valle de su vientre, alcanzó las piernas temblorosas, despertó los pezones aletargados y cubrió toda su piel de escalofríos.

Ella se dejó vencer. Lo que le estaba pasando ocupaba toda su atención.

Como si un resorte la hubiera liberado, se incorporó de su posición de abandono e inició un ataque de besos; le obligó con cuidado a quedarse quieto, boca arriba, y entonces fue ella quien le recorrió con la lengua, dejando pequeños besos como marcadores de su recorrido, como acotando una posesión, y sintió la dominación del deseo, su fiera viva, y en ese instante toda ella fue exclusivamente de su pasión y de su lujuria, entregándose sin reparos al sexo y al amor.

Se sintió embriagada por sensaciones olvidadas, aunque en ese momento no las analizó, redescubriéndose en facetas desusadas, en mareos olvidados, en vacíos de grandeza, sintiéndose humana, y, sobre todo, sintiéndose mujer.

Le dio mucho de lo que tenía retenido: todo lo que deseaba darle.

Él, para no ser menos, y para cumplir sus deseos, la habló con silencios y con monosílabos enamorados, diciéndole lo que su corazón le dictaba, copiando el discurso de todos los enamorados.

Cuando terminaron de hacer el amor, que no de amarse, se quedaron frente a frente, tratando de acompasar sus respiraciones, mirándose a través de las sonrisas, tocándose con un dedo, recreándose en la parte infantil del amor.

Después comenzaron una retahíla de abrazos, y un sinfín de arrumacos y de caricias temblorosas.

- Tenemos que marcharnos –dijo ella cuando comenzaba a finalizar la tarde- llamará a eso de las diez para controlarme, y llegará un par de horas después.

Se vistieron el uno al otro, entre risas, pero sin palabras, jugando a un juego que aún no había sido inventado, aunque fuera un juego de siempre, pero se permitieron la agitación de ser la primera vez que hacían una cosa así.

El recepcionista, cuando le devolvieron la llave, al ver sus caras distintas, les deseó, de corazón, que se convirtiera en eterna esa felicidad.

El viaje estuvo lleno de recuerdos recientes; aún no se les había terminado la placidez en la sonrisa, ni querían abandonar el estado beatífico en el que se encontraban.

Cuando llegaron a la ciudad se les fue metiendo la realidad en la vida; los rostros se fueron tornando rígidos, el brillo de los ojos se fue ajando, el aura que les acompañó durante el viaje se volatilizó y les dejó huérfanos, enfrentados al hecho de tener que romper el hechizo mágico para volver a ser de carne y hueso, de problemas y distancia.

Él aparcó cerca de una parada de autobús, como le había pedido ella. Se dijeron las cosas que se dicen los corazones enamorados, y se recrearon en desearse lo mejor, en hablar de las añoranzas que estaban a punto de comenzar, en prometerse cosas que iban a cumplir, como echarse en falta cada instante y llamarse con los gritos mudos de la desesperación, y se dieron el último beso del día.

Ella tomó el autobús para ir a su casa, llegó en el instante en que comenzaba a sonar el teléfono. La voz de Ramón, recriminándola por tardar tanto en cogerlo, rompió con un golpe brusco el halo dulce que la acompañaba.

Cenó sin ganas. Quiso acostarse, para que él la encontrara dormida y no tener que someterse al interrogatorio de sus celos, pero sabía que la regañaría por haberse acostado sin él, y esa era una excusa suficiente para iniciar otra discusión, así que fue inventando un día aburrido, rutinario, encerrada en casa viendo la televisión.

Llegó con muy mal humor.

Dedujo, por el tenue olor a humo encerrado y a colonia barata, que había parado en un bar de putas, lo que le alivió un poco porque eso quería decir que esa noche no tendría que someterse a sus deseos, pero había bebido más de lo que podía controlar, y en ese caso la agresividad era verbal.

La insultó, la acusó de un adulterio que por primera vez era cierto, aunque ella no lo sintiera como tal, la maldijo, hizo un amago de pegarle y se quedó con el brazo en alto viendo la impasibilidad con que ella estaba soportando el ataque.

Como vio que ninguna de las cosas que había dicho hasta entonces la había dolido, se encarnizó en lo que sabía que iba a hacerla estallar y romperse: la acusó, como había hecho otras veces, de que la muerte de Clara fue debida a su fracaso como madre.

Ahí se rompió su aparente calma. Por primera vez, no se fue a un rincón a encogerse y llorar, sino que se abalanzó sobre él, le golpeó con una fuerza desmedida, le devolvió los insultos que tenía guardados, y él no supo reaccionar: se cubrió con los brazos para tratar de evitar la furia de la fiera en que ella se había convertido, balbuceó unas palabras incomprensibles, retrocedió buscando un sitio en el que refugiarse y soportó los golpes, hasta que paró agotada.

- Ahora estoy borracho –acertó a decir- pero mañana te mato.          Se fue a la cama tambaleando, herido en su orgullo de macho equivocado, sorprendido por su reacción tan insólita para él mismo. Trató de encontrar una excusa: estoy muy borracho, pensó, ¿cómo se le ha ocurrido a esa puta intentar pegarme? ¿quién se cree que es? Esto no se lo perdonaré jamás. Mañana la mato.

Llegó hasta el borde de la cama y se dejó caer de golpe.

María, porque ya no estaba él delante, se permitió derrumbarse, llorar de miedo, asustarse de su osadía, alegrarse de haberse enfrentado, temblar por la enésima amenaza, y pensar en Jorge.

Evocar sus palabras y sus besos fueron el bálsamo que curó las heridas invisibles; al acordarse de él se sintió protegida como nunca lo había estado, y en su rememoranza encontró la sonrisa que le evitó entrar en la espiral del desamparo.

Te quiero, pensó.

Con el alma a punto de entrar en la paz, se acercó a la habitación y vio a su marido dormido, cruzado a lo ancho de la cama, roncando una música trágica, con un hilillo baboso en la comisura de la boca que parecía el principio de un vómito.

Le cruzó fugazmente el pensamiento que en más de una ocasión se había entretenido en llevar hasta el fin en la imaginación: ahora podía matarle de cualquiera de los modos que había fabulado; tenía los argumentos suficientes para engañar al más hábil de los investigadores. Había pensado en todas las pruebas que tenía que borrar, en la historia sin contradicciones que tenía que contar, en la calma de su conciencia por sentirse vengada... incluso pensó que tampoco le importaría que la detuvieran y acabar en la cárcel; cualquier cárcel sería más benigna que la actual, y el guardián más cruel, si había alguno, sería más tierno que su marido.

Le sorprendía que en ese cuerpo ahora indefenso pudiera caber tanta maldad, tanta frustración mal canalizada, tanta inhumanidad, tanta insensibilidad. Sintió pena. Por él y por ella.

Cogió una manta y se fue al sofá. Le costó conciliar el sueño; más que por los últimos acontecimientos era por la evocación del día que había pasado junto a Jorge, y entonces se le organizó en su cabeza, sin contar para nada con ella, un enfrentamiento entre él y su marido.

Era un duelo verbal.

Uno hablaba con templanza de que estaba enamorado de ella, y ella era una mujer para ser amada; el otro decía que no era digna de ser amada, porque tenía la culpa de su infelicidad; volvía el primero a esgrimir el mismo argumento anterior en la confianza de que era la más sólida de las razones; el otro trataba de justificar su desamor y sus inaceptables actuaciones en unos razonamientos débiles, deshilvanados, que no resistían más allá del momento de ser pronunciados.

Ella asistía como muda espectadora, sin poder hacer nada más que sentir el contraste entre uno y otro; una música de ángeles cortejadores la reblandecía al ver un Jorge férreo en su enamoramiento, mientras Ramón se hundía más, si eso era posible, ante tal contrario.

En la duermevela sentía las emociones con una intensidad superior. Los ojos se le llenaban de sonrisas y el alma de llantos; el corazón se ahogaba de amor y de desamor; los sentimientos se mecían de uno a otro extremo. En una amalgama inverosímil, el amor y el dolor se hacían uno, y en un mismo sentimiento tenía que sufrir y disfrutar ambos.

El sueño fue generoso y la salvó.

Se despertó sobresaltada, sin saber por qué motivo se despertaba, pero al abrir los ojos se aterrorizó.

Frente a ella estaba Ramón. En la mano derecha tenía un cuchillo grande.

La miraba con ojos enfebrecidos.

- Ves qué fácil me va a ser matarte cuando yo quiera... Si me entero que me engañas con otro hombre, te mato. Y si te vuelves a poner otra vez chulita, como anoche, te mato.

Dejó el cuchillo sobre el cuerpo de ella. Se dio la vuelta y se fue al baño, para asearse y convertirse en el santo ejemplar que conocían las demás personas.

        Ella pasó la mañana enfrascada en sus cavilaciones. La mente se encargaba de que pasara por su pensamiento todo lo que había ocurrido en los últimos años. Una memoria prodigiosa, y ordenada, le contaba su propia historia añadiendo los sentimientos que habían acompañado a cada uno de los actos.

        El balance fue negativo.

La felicidad había sido erradicada mucho tiempo antes, coincidiendo con la ausencia de Clara, y desde entonces un vacío se había adueñado de ella. Era un vacío que sólo se había llenado de lágrimas y de momentos desagradables; el resto del tiempo, era un vacío normal, en el que no entraba nada que pudiera alterar la sensación de no ser, de no estar, de no ser dueña de sí misma y de no poder mandar en el destino.

Así había pasado sus últimos años, en una derrota resignada de la que sólo a veces emergía un asomo de inconformismo que era rápidamente sofocado. Hasta que apareció Jorge. Hasta que se despertaron los estremecimientos buenos, la vida viva, la esperanza esperanzada, las ganas de incorporarse a la parte gozosa de la existencia: la locura de amar. Hasta que sintió dentro de sí la savia que se desaletarga cada primavera y estalla en colores.

La valentía para llevar adelante la ilusión largamente ansiada fue ganando en cordura.

Algún día tendría que ser el día de la sublevación, el día en que los sueños y los deseos más queridos se convirtieran en realidad: el día del principio.

Jorge era esa pizca de motivación que le faltaba para rehacerse como persona. Era un motivo suficiente para convertirla en valiente.

Retomó las elucubraciones anteriores, y empezó a decidir firmemente si debía hablar con su marido y decirle todo lo que le tenía que decir antes de marcharse, si debía huir con una bolsa llena de sus cosas aprovechando una ausencia de él y sin dejar razón de su decisión, si debía escribir una larga carta con el diario de sus descorazonamientos y todos los reproches, o si debía marcharse al país más lejano, el que no aparece en los mapas, y borrar su pasado como una pesadilla larga y desagradable.

Lo correcto era hablar con él, pero temía la debilidad de sus propias piernas, que empezarían a temblequear desde que le tuviera frente a ella; temía la tartamudez de sus miedos, ser abandonada por la serenidad, como ya había sido abandonada en otras ocasiones; temía que cumpliera su amenaza de matarla, y temía morir para siempre dejando en la vida a Jorge de su vida.

Pensó que él la podría rescatar de su mente confundida, pero también pensó que ese era un asunto que tenía que resolver sola, y se quedó a solas con su desconcierto, tratando de encontrar entre sus ideas desorganizadas una que fuera la mejor, la perfecta, pero por más interés y esfuerzo que puso no hubo una que la dejara satisfecha.

Su incapacidad le produjo un principio de llanto que no fue capaz de impedir; se dejó arrastrar por el caudal de sus lágrimas derrochadas, y acabó ahogándose en el mar donde van a parar los ríos de llanto.

Se presentó el más aciago de todos los futuros negros en el espacio de la derrota donde se sabía dueño inexpugnable, remarcó los límites infinitos de su propiedad, y a punto estaba de aposentarse plácidamente cuando sintió el empuje violento de las palabras de María.

- Otra vez, no. No. No. No.

Se levantó transformada, con los ojos brillantes de arrojo, decidida, instalada en una firmeza sólida, alimentada por la mejor de las rabias, sintiéndose protegida por una coraza invisible que la ponía a salvo de cualquier cosa que le pudiera acosar.

Preparó una bolsa de las que dan en los hipermercados, con lo imprescindible. La llenó, sobre todo, con los pocos buenos recuerdos: las fotos de Clara, su peluche, la pinza que sujetó el cordón umbilical... quiso llevarse también la foto agrisada de la boda de sus padres, y la cadena que le regalaron el día que hizo su primera comunión.

Cogió una libreta y un bolígrafo. Se sentó en una de las sillas de la cocina. Miró el reloj. Tenía tiempo.

Buscó unas pocas palabras para dejarlas escritas.

Había pensado muchas veces en lo que pondría el día que fuera capaz de hacer lo que estaba haciendo: pensó en poner un comedido H. de P. (su educación religiosa no le permitía escribirlo con todas las letras); después pensó en llenar toda la hoja de insultos, de amenazas, de maldiciones... pero otra vez se contuvo. Decidió ser escueta: NO ME BUSQUES. YA ME HAS HECHO SUFRIR BASTANTE. DÉJAME VIVIR.

La sujetó a la puerta del frigorífico con un imán que anunciaba una marca de yogures. Se paseó por la casa despidiéndose de cada habitación. La imagen que vio al pasar delante del espejo del pasillo le pareció lamentable: una mujer seria, casi ridícula por la bolsa, que se iba de su pasado sin llevarse nada más que una tristeza enquistada.

Se dio cuenta que no debía salir al mundo con ese aspecto. Pensó en todo lo que le esperaba fuera, pensó en Jorge, pensó en sí misma, en lo que estaba haciendo, y una lágrima sonrió.

Abrió la puerta que daba al rellano de la escalera. Desde allí paseó una última mirada por lo que quedaba a la vista.

Del fondo del pasillo vino una imagen casi transparente de sí misma; era una figura atormentada, como era ella en los últimos años.

- Yo me quedo aquí –le dijo- vagando por este penal. Soy tu pasado. Si tú quieres, me quedo con los recuerdos de estos años, para que cuando evoques esta etapa de tu vida no aparezca. Quédate con Clara, y déjame lo demás.

Le pareció favorable el trueque, y lo aceptó.

Se abrazó a la imagen generosa que se ofrecía en sacrificio para liberarla. Se abrazó al aire denso de los malos demonios acumulados, al aire cargado de gritos, al aire apesadumbrado, y cuando deshizo el abrazo, vio alejarse a su pasado, que se giró una sola vez para enviarle una sonrisa tenue.

Cerró la puerta. Bajó las escaleras como volando. Dejó las llaves en el buzón. Se sacudió la ropa al salir a la calle, como dicen que hay que hacer al salir de Portugal, para no volver nunca más.

Habían cambiado el mundo. El sol era más luminoso que el que recordaba ella; las calles estaban llenas de un griterío festivo y música de bocinas; el aire estaba perfumado. El futuro estaba recién estrenado.

Unos pasos más adelante estaba la parada del autobús que le llevaba hasta Jorge.

Cuando la viera llegar, sería un hombre más feliz.

Ya habían hablado de lo que harían el día que ella se atreviera: cogerían el coche inmediatamente y emprenderían un camino sin destino definido. Irían hasta el sitio más lejano que les dijera, de corazón, BIENVENIDOS.