Francisco de Sales - Relatos

SOPORTAR TU AUSENCIA

Francisco de Sales 

     

soportar tu ausencia

en un mundo de mentiras,

(mentir y mentirme),

 ser víctima involuntaria del destino,

pasear mi desencanto,

morir...

 

así es mi mundo

 

 

 

        Tengo sesenta y nueve años.

        Casi setenta.

        Lo aclaro desde el principio porque así podrán comprender mejor que el mismo pensamiento me insistiera tanto, continuamente, una auténtica obsesión, y que un día, por no seguir escuchándolo, o por poder disfrutarlo, no tuve más remedio que contradecir mis principios.

A escondidas de mí mismo, sin mi autorización, llamé a una de esas prostitutas que se anuncian en los periódicos.

        No recuerdo el alias profesional, pero sí que indicaba que tenía dieciocho añitos reales. Supuse que serían cerca de treinta. También decía que era aniñada y con piel de bebé.

Por eso la seleccioné, porque eso era lo que el pensamiento insistente me pedía a mi mucha edad: poder volver a ver desnuda a una mujer cuyo cuerpo no estuviera herido por el paso del tiempo, y no soportara arrugas, un exceso de pliegues, una sequedad de lija o la flaccidez impenitente.

Quería que mis dedos se deslizaran por un cuerpo con piel de mantequilla. Quería que mis manos se sintieran volar durante el roce y que las yemas de mis dedos me hablaran de la misma sensación que sentí cuando recorrí por primera vez el cuerpo inexplorado de Sara aquella inolvidable noche de nuestra boda.

Quería recuperar del olvido ese idioma sensitivo, y nada más que contemplar aquel cuerpo rendido a mi curiosidad, indolente, abandonado a la naturalidad de su desnudez, expuesto su secreto.

Cerrar los ojos después.

Olfatear la juventud mientras olvidaba los efluvios de la piel que comienza a marchitarse. Descubrir en el aire de su alrededor sus distintos perfumes. Reconquistar el mundo invisible del que sólo la nariz comprende el lenguaje. Olerla hasta llorar.

Besarla. Con los besos torpes por el desuso. Con besos avergonzados. Con besos a los que la conciencia acusaría de pecar. Besar el cuerpo sin llegar a profanar su boca. Sólo besos que se depositan en la piel e inmediatamente alzan el vuelo encantados. Sólo besar.

Volver a abrir los párpados a un amanecer del pasado, cuando mi cuerpo también irradiaba orgullo y  Sara llenaba mis ojos y el mundo inmenso de mi corazón.

Recrearme en la contemplación sin tiempo, alargar las miradas más allá de los límites de aquella mujer aniñada, con piel de bebé, que tenía dieciocho añitos reales, una hechura de diosa, los pechos a punto de reventar, los ojos altivos, el pelo teñido de oro, el amor virgen, y que aún veía lejos el futuro.

Dedicar ese espacio de mi vida a indagar aquellas curvas y recovecos, la magia del cuello, la flexibilidad del cuerpo, y apreciar cómo se retorcía felinamente cuando mi mano coqueteaba con las proximidades de su sexo nada más que por intentar rescatar del olvido el recuerdo de Sara y de aquellas noches en las que eludíamos el sueño jugando a acariciarnos, a besarnos más que nadie se haya besado, a observar cómo los animales se alteraban en nuestros cuerpos con la cercanía, a hablar de amor y de amarnos más allá de los límites de la vida.

Quería que aquella mujer fuera Sara.

Pero no lo era.

Cumplió lo que le pedí. Me permitió hacer realidad un sucedáneo del sueño imposible de robarle a la muerte la vida de Sara, y de descontarle al reloj las horas acumuladas, y al paso del tiempo su inclemencia, y a la vida su dramático destino.

No conseguí engañarme. Es más real Sara cuando se presenta con su cuerpo etéreo en mis pensamientos, y más real cuando visita los sueños de mis noches en vela, y más cierta cuando me mira desde esa foto desgastada por las caricias, emblanquecida por los besos, ahogada por mis lágrimas.

En fin, cualquiera día partiré al encuentro con Sara.

Ella tenía poco más de treinta años cuando emprendió el camino y probablemente no me reconocerá.

Aquel joven que rondó su tumba durante tanto tiempo se ha convertido en este anciano a quien ahora le tiembla el pulso y la memoria, en este llorador incansable que no acepta su destino, reniega por su falta, la añora, y reza en secreto para que Dios se apiade y le conceda el premio de una muerte digna y adelantada.