Francisco de Sales - Relatos

NOCHE EN VELA

Francisco de Sales 

     

       “La vida es ingrata y casi nunca está a favor de uno”, pensó.

        Volvió a mirarla, destapada, desnuda, aquella piel casi recién estrenada, el cabello bullicioso, los ojos descansando tras los párpados, y la boca insinuando un beso.

        En paz.

        Dormida.

        Y él, despierto.

Despierto por su alarmada conciencia.

Esclavo de los reproches y vocero de todos los lamentos.

Nunca pensó que se atreviera a acosar y conquistar a una joven, como había hecho, y menos aún pensó que podría tener éxito. La semana que viene cumplo diecinueve, le había jurado. Fue tan rotunda que no lo dudó.

Aún no se terminaba de creer que ella se hubiera dejado seducir, o sea, que ella le hubiera seducido, que sedujera a su ego haciéndole creer lo que él quería creer.

Nunca pensó que sucedería, pero había sucedido, y estaba a su lado, rendida tras escuchar el monólogo intenso, reiterante, de un arrepentido que le había confesado que siguió lo que pensaba que era un juego cuando ella aceptó irse a la cama con él, y que se quitó una prenda cada vez que ella se quitaba otra en la seguridad de que en cualquier momento ella pararía y se echaría a reír, pero se deshizo con naturalidad del sujetador, como lo haría cada noche al desnudarse en la casa de sus padres, y después, aderezándolo con una pizca de picardía, arrastró el tanga a lo largo de sus piernas perfectas hasta que llegó al suelo, y entonces se quedó desnuda frente a él, sin esconderse tras un pudor, sin silenciar la hinchazón de sus pezones, sin cubrir el vello tierno que florecía en el pubis, sin tratar de negar la rotundidad escultural de su cuerpo, y fue ella la que desarropó la cama, entró rápidamente, sólo para no coger frío, y le pidió que apartara las manos que intentaban esconder lo que antes o después tendría que enseñar, pero no lo consiguió: él se metió en la cama sin separar las manos carceleras; ella le tapó, y le sonrió con boca de virgen experta o de puta inocente; él no paraba de reprocharse que hubieran llegado a ese extremo, pero ella le ordenó que cesara la verborrea excesiva y que no le diera más vueltas, que estaba allí por su propia voluntad, y que cuidara que no se le escaparan las fuerzas por la boca, que las iba a necesitar para otra cosa, y cuando dijo otra cosa, le produjo un sonrojo delatador y entonces apretó las manos aún con más fuerza, para que no quedara escapatoria posible. Desobedeciendo la orden repitió que a sus sesenta y dos años no estaba en condiciones de hacer lo que le pedía, y hurgando entre las excusas que pudieran salvarle no encontró mas que la muy manida de que podría ser su nieta y no quería cargar para el resto de su vida con una conciencia inquisitorial que se lo recordara continuamente, como un eco machacón, así que mejor nos vestimos y te llevo a un sitio que conozco donde ponen el mejor chocolate con churros del mundo, pero ella no cedió en su insistencia y no encontró otro método para acallar su voz que el de sellarle la boca con un beso; cuando él sintió la lengua serpentear en su boca con soltura, hizo un último esfuerzo para aplacar su conciencia, pero una erección impensable se manifestó en ese momento, puso una mordaza a la cabeza, y tomó el gobierno de una lujuria olvidada que le llevó sin titubeos por los caminos del sexo.

Él fue el primer sorprendido por el éxito.

Cuando acabaron, ella le dio las gracias, y un minuto después se quedó dormida, como seguía desde entonces, en un leve suspiro, liberando el aire en silencio y recogiéndolo de puntillas, con una clara sonrisa en sus ojos durmientes, ajena al enredo en que él naufragaba víctima de sí mismo.       

La vida es ingrata y casi nunca está a favor de uno”, volvió a pensar, pero esta vez añadió algo más: “Si no da, porque no da, y si da, porque da”.

Le parecía una mentira reiterativa que aquella jovencita estuviera allí cada vez que él la buscaba con la mirada.

No pudo evitar que uno de sus dedos quisiera aventurarse por aquellos contornos redondeados y que se deslizara por aquella piel de recién nacido. Al mismo tiempo se pasó la otra mano por distintas partes de su cuerpo y en todos los casos salió perdiendo con la comparación.

La yema de su dedo le hablaba de la exploración con adjetivos perturbadores. Habían pasado más de veinte años desde la última vez que hizo esto mismo.

Ya no recordaba cómo era eso de resbalar por la piel sin encontrar el obstáculo de un surco reseco y profundo, que son las cicatrices de haber vivido la vida, o un grano grosero, o una arruga entrada en años... aquel viaje le produjo una lágrima y un pensamiento: “creí que moriría sin volver a repetirlo”.

Se estancó en la lágrima.

Pensó que se la tenía que agradecer a Dios.

Pensó que esa lágrima era la palabra más precisa, la frase más humana, el discurso más sentido. Y pensó que no tenía que pensar, que solamente debía dejarse embriagar por ese vértigo de las emociones, por la lágrima tan locuaz y tan concisa haciéndole sentir la vida que aún quedaba dentro de sí, dejarse embargar por un mundo de escalofríos como terremotos naciendo del corazón, dejar que la sangre insistiera en reventar las venas, que los ojos temblaran, que la voz callara, y no perderse en razonamientos en el momento histórico en que su dedo osado le hablaba de otro cuerpo, de aquel ángel corpóreo, dormida como si el mundo de los despiertos no le importara, dormida con la intensidad de hacer lo más importante en ese momento, mientras él se moría de dudas y pudores, de felicidad y miedos, porque quería contestar a la pregunta de qué pasaría mañana y no lo sabía, aunque mañana no llegaría hasta mañana, y ahora era ahora, el momento en que ella se giraba hacia él inconscientemente, se abrigaba simbólicamente con uno de sus brazos, abría los ojos para verle sin verle, y por entre la sonrisa le dijo algo ininteligible pero bueno; era algo halagador para él: un balbuceo incoherente dicho entre sueño y sueño, con sonrisa. Era la sonrisa la que le aclaraba todo.

Volvió a pensar en lo que sentía por aquella sonrisa en vez de sentir aquella sonrisa, pero se dio cuenta a tiempo y se preparó para otra convulsión que le llegaría en cualquier momento; con el dorso de la mano despejó el camino por si alguna otra lágrima quisiera manifestarse.

Esperó ilusionado el efecto de aquella sonrisa leve, escuchó de nuevo el eco del balbuceo, y un instante después dos lágrimas se le asomaron por el marco de los ojos con la intención declarada de deslizarse por el precipicio.

        “La vida es ingrata y casi nunca está a favor de uno”, recordó lo que había pensado antes.

        “La vida siempre guarda un regalo, aunque a veces le cuesta darlo” –añadió.

        Se tendió a su lado y se arrimó todo lo que pudo.

        Ella buscó el embozo de la sábana; con un cuidado maternal le cubrió, y se abrazó.

        Él comenzó a cuchichear una oración, pero antes de llegar al amén se quedó dormido.