Francisco de Sales - Relatos

LA VIRGEN DE LOS LLANTOS

Francisco de Sales 

     

        Llevaban viviendo juntos nueve años con una intensidad que muchas vidas no logran reunir en toda su duración. Pero ellos eran distintos. Desde el principio.

        Se conocieron de un modo mágico y de un modo mágico pasaron esos años, en un mundo distinto en el que no ponían barreras ni negaban la entrada a cuanta maravilla y cuanto milagro quisiera visitarles.

        Amelia era feliz con toda la intensidad que se puede ser feliz.

        Una tarde vinieron a interrumpir el descanso de su espíritu con la noticia inoportuna de que la muerte la había convertido en viuda.

        Recibió la noticia con incredulidad.

        En su plan de vida y de futuro no estaba previsto un final tan repentino, tan injusto, ni estaba previsto que uno de los dos siguiera sin el otro, ni había dejado sitio para un vacío, ni había nada que pudiera hacer sin él, ni nada que quisiera hacer sin él.

        Su boca, seca de gritos, y sus ojos, mudos de lágrimas, se mantuvieron en una terquedad inexplicable durante el resto de la tarde y toda la noche. No supieron o no pudieron proclamar la amalgama caótica que se agitaba por el interior, quizás porque no existía el modo de manifestarlo, o quizás porque todos los gritos eran pocos para compensar el dolor.

        Al final de la noche amaneció un llanto lento de lágrimas densas, cada una de un color diferente, cada una embriagada con un aroma distinto, que manaron incansablemente en un silencio prudente.

        Parecía una de aquellas tormentas que ocupaban todo el invierno.

        Llegó la primavera al campo, volvió el sol al verano, pero las lágrimas no remitieron.

        Cada instante, todos los días, sin cesar, sus ojos lloraban.

Aunque la tristeza se fuera amansando en los meses siguientes, aunque probara a sonreír, aunque la vida le diera esperanza y aliento, incluso mientras dormía, a todas horas, lloraba.

        Le llamaron La Virgen del Llanto.

        Aquel manantial infinito la acompañó el resto de su vida.

        Cuando murió, siguió llorando.

        Se anegó el ataúd, se desbordaron los llantos cuando estuvo lleno, y se reblandeció la tierra haciendo que el cementerio pareciera un lago.

        Tuvieron que rescatar la caja y entregársela al mar, que aún sigue nutriendo su vientre de esas otras aguas saladas.