Francisco de Sales - Relatos

VIAJE AVIÓN

Francisco de Sales 

     

No ha pasado un solo día desde aquel trece de mayo de dos mil tres en que no me haya arrepentido de no haberme levantado del asiento -aunque el comandante del vuelo había pedido que nadie se levantara hasta atravesar las turbulencias-, y de no haberme acercado hasta ti, de no haberme sentado a tu lado y haber cogido tu mano, tu miedo, tus lágrimas, y haberte consolado de algún modo.

Varias veces estuve a punto de hacerlo, deseando hacerlo, pero pensaba que quizás en aquel momento lo que te apetecía era esconderte, que nadie supiera lo asustada que estabas, y por eso hice como que no me enteraba de tu estado, aunque te vigilaba por si acaso tu alteración fuese a peor.

Estabas muy atractiva con aquel traje de chaqueta, el pelo rubio en un revuelo ordenado, los ojos bellos a pesar de estar anegados por el llanto, tus manos impecables retorciéndose a sí mismas, y aquel “algo” que me pareció adivinar: a pesar de ser una mujer directiva, sin duda, acostumbrada a mandar, a demostrar dureza, en aquel momento eras solamente una mujer que necesitaba fortaleza.

O quizás solamente eras una niña y aquel murmullo amortiguado no era una oración sino que era una llamada de protección a tu madre.

Pensé eso y muchas cosas más.

Por ejemplo, que si me acercaba a ti pudieras pensar que sólo pretendía seducirte, o impresionarte con una serenidad de la que yo también carecía, porque también estaba un poco asustado.

Después pensé que si el avión se iba a estrellar era mejor que sucediera estando a tu lado.

No me levanté.

Me debatí en una pelea confusa, un ir y venir de acusaciones, reproches reiterativos, lo mismo de siempre, y, como siempre, actuando del modo opuesto al que me sugería el instinto.

Nunca sabré si tú querías compañía, y que cualquier desconocido, como lo éramos todos los que viajábamos, se acercara a ti y te ofreciera una mano de hierro a la que agarrarte con toda tu desesperación, una mano a la que confiarte, otro ser humano que acunara tu pánico con cuidado, que te guiara, como si fuera un ángel, a un aterrizaje feliz.

Sí. Suponía que eso era lo que deseabas, pero no lo pediste y yo no te lo ofrecí.

Después, cuando por fin llegamos al aeropuerto, dejaste de ser una mujer asustada, borraste con el dorso de tu mano el rastro último de la última lágrima, y retomaste tu porte altivo, la seguridad en la mirada, el paso firme. Renaciste.

Te vi alejarte y me quedé con un remordimiento que no me ha dejado descansar desde entonces.

Mientras te alejabas, soñé que si hubiera estado a tu lado en aquellos momentos que ya habían pasado, ahora me invitarías a tomar una copa, quién sabe si me pedirías mi teléfono para invitarme una noche a cenar, y te hubieras evitado la mitad de lo que pasaste.

Sin duda habrás olvidado aquel vuelo, y habrás hecho muchos más, pero una parte de mí sigue anclada a aquel día. Es una parte de mí que a veces me trata de un modo generoso y me dice que aprenda la lección, y que la próxima vez que me pase algo parecido actúe del modo correcto.

No sé cuánto tiempo habrá de pasar hasta que todo esto se empiece a diluir en el tiempo.

Deseo que se espacien los muchos regresos a aquel viaje, y que sea capaz de perdonarme.