Francisco de Sales - Relatos

MARÍA PÁLIDA SEMBLANZA

Francisco de Sales 

     

Estaba trajinando por la casa cuando recibió la notificación que todos deberíamos esperar desde que nacemos.  La cogió con los dedos lentos de la desgana.

Antes de desdoblarla ya sabía para qué se la citaba y nada más quería saber si ya era la hora, o si podría gozar del tiempo necesario para retener en la memoria terrena los rostros de las personas que le acompañaron en su etapa de uso del cuerpo y arreglo del espíritu; si podía despedirse con una conversación profunda y última de cada familiar y amigo; si podía pasar aun otra noche de toses, silencios y amorosas quejas con el marido que todavía le cogía la mano bajo las sábanas, o si disponía solamente del segundo exacto para cerrar los ojos y caer al suelo sin buscar dónde estorbaría menos.

        Era el segundo aviso.  Al igual que el primero, llegó en forma de dolor intenso y extraño que le atravesó el corazón. "!Qué vieja soy¡", -pensó en voz baja- " y desde hace tanto..."

        A menudo se preguntaba si había nacido ya vieja.  Y no podía responder con certeza y sin el temor a equivocarse.

        Estuvo esperando de pie, sin miedo, algo, no sabía qué, para dejar de ser lo que era y pasar a ser lo que entonces sería.  Los ojos cerrados y los puños tensos aguardaron con gran esfuerzo el instante.

        En vista de que su vida no llegaba al cero, que se retrasaba la esperada, se permitió ir hasta su cama, acostarse despacio, cruzar las manos sobre el vientre y ponerse a esperar.

        Empezó a pensar en cómo sería el Cielo y si lo habría ganado, pero el tercer pensamiento la echó de la cama, "si me muero aquí, ¿dónde va a dormir Antonio esta noche?".

        Se fue al cuarto de los niños y ocupó una cama escasa de anchura que se quejó, crujiendo, por el exceso.

        "Estos muebles llegaron aquí cuando nos casamos, provisionalmente hasta que compráramos los nuevos.  Nos los prestó un familiar y todavía están con nosotros".  Pensó, también, que "vaya tonterías se piensan mientras se espera la muerte".

        Y es verdad que los muebles llegaron cuando se casaron.  Era por llenar la habitación, porque para marzo esperaban juntar el dinero para comprar los nuevos, como él había prometido.  Siguieron esperando el relevo durante las bodas de bronce, de plata, de oro...

        Recordó a su madre y eso la alivió un poco.  Fue una viejecita, como ella ahora, cargada con los mismos achaques y la misma vida en dos pinceladas.  Su madre siempre se quejaba en silencio.  Se lamentaba, cuando estaba sola, acusando al viento de llevar las confusiones de uno a otro lado.  El viento se ponía de rodillas para hacer las paces, con la cara llena de arrepentimiento, con las manos abiertas suplicando una rendija para entrar en su casa y compartir su compañía.

        Ahora, en el cuarto, en una esquina de la casa, los ruidos seguían creciendo como los geranios en sus tiestos y las polillas en el armario, mientras ella, muda de quejidos, no comenzaba pensamientos importantes para no dejarlos a medias.

        Esperaba un tirón, un golpe, un frío, una paz, nada, un fin en una pantalla y el telón de la vida bajando, que no sabía cómo es morirse visto desde dentro.  Quizás no es distinto de vivir, pensó.

        "¿Estaría ya muerta a pesar de oír los ruidos, mover los dedos y tocarse el cuerpo?, ¿venía con retraso el Ángel del que le hablaron, el que acompaña con paciencia, a paso de anciana, hasta San Pedro el de las llaves?, ¿se le habrían averiado las alas?, ¿no tendría bien su dirección?".  Acabó volviendo a pensar que "vaya tonterías se piensan mientras se espera la muerte".

        El sonido del timbre, insistente, la obligó a dejar de estar muerta, si es que lo estaba, llevándola hasta la puerta.  Abrió.

        Él le dijo que había tardado mucho en abrir y la llamó chocha, sabiendo que tenía que compartir con ella el adjetivo, pero era una acusación que por el uso había perdido las aristas y el insulto que nunca tuvo para pasar a ser el saludo cariñoso resumen de aún te quiero, buenos días, cómo estás, e incluso tengo hambre.

        Los ojos de Antonio no notaron la fuga del color en el rostro de María.  La sonrisa innata cubría por completo al sentimiento interior.  El rostro daba gritos de agradecimiento por esa prórroga, ese tiempo extra que, al parecer, se le regalaba.

        Con ojos alegres de empezar a despedirse miró a su compañero.  Era un viejo de boina y pana, de amor eterno.  Sus manos, temblaban incansablemente, avergonzadas dentro de los bolsillos del pantalón.  El incesante movimiento denunciaba que no estaban allí de descanso sino que se escondían de la mirada ajena y de la pena.

        Le fallaba el tino para meter la llave en la cerradura.  Los botones, inocentes enemigos, no le ayudaban en la tarea de vestirse de añoso y de pobre.

        Las manos, cuando conseguían escapar del temblor que las gobernaba, volaban con más costumbre que agilidad al tabaco y al mechero.  Se llevaba un cigarrillo sin filtro al sitio donde iban a morir sus pocos centímetros de vida incinerados.

        Todos los días esperaba sentado a que la mañana pasara por su lado a decirle "ya acabé el turno, Antonio, me voy a comer".  Sólo entonces levantaba su cuerpo del banco, guardaba la hoja de periódico que hacía de cómodo cojín y despegaba su sombra del respaldo para llevársela.

        Era tristemente hermoso verle caminar al lado de la mañana, que a esa hora era ya tan anciana como él, hacia la comida no de hambre sino de rutina, hacia la casa pequeña de paredes agonizantes, hacia la sala despintada y a veces húmeda donde una ventana desvencijada dejaba el resquicio que encuentra el frío para entrar a conquistar la casa; hacia los cubiertos de distinto padre y escasos, la cocina que cada día encendían y la puerta que cada noche cerraban, los Santos de los calendarios retenidos año tras año, el cuadro del paisaje cálido recuerdo de nada por que nunca habían estado allí.  Y en busca de María.  Sentía una necesidad confesada de tenerla a mano para amarla y para sus ingenuas quejas.

        Ese era el hombre que la había acompañado todos los días de su vida desde que se casaron.  Fiel a su palabra al cura u a Dios, fiel a sus sentimientos y deseos, sólo había llenado su corazón, el corazón de los amores, de María, esposa, compañera y, a veces, madre.  Le entregó más de los que ella tímidamente deseaba: cama, comida y un poco que la quieran.

        María, casi sin hacerlo, avivó el fuego.  Es fácil querer a quien te quiere.  Es fácil respirar donde hay aire.  Es fácil conversar con unos ojos que hablan largo y sincero, con las sonrisas eternas, con un eco de aumento al que no puedes dar dos sin que te devuelva tres.

        Le creció otro pensamiento: 

        " Antonio:

        Dejo escrito en el aire, por si algún día quieres cogerlo, que te quiero.  Ya ves que no cambió el sonsonete en tantos años compartiendo.  Si acaso, ahora es más cierto.  Explicar con cuatro ideas lo que siento es imposible.  Decir unos piropos no te resumen.  Darte las gracias me parece una propina pobre.  Sabes que soy lo que tú has hecho de mí o lo que los dos hemos hecho de mí.  Tu ya me entiendes, porque yo no sé hablar cosas bonitas, sólo soy capaz de decir lo que siento y tal como lo siento.  Nada más".

        Le hubiese gustado tener el léxico afinado y decir palabras sublimes, aunque entonces quizás estarían huecas, para salirse de la rutina de monosílabos y palabras.

        No acudían a su mente esas palabras.

        La mitad de ellas no las aprendió cuando se criaba en el campo y las pocas que oyó en alguna ocasión se oxidaron por falta de uso.  Es más, sólo utilizaba un "te quiero" cargado de verdad, y "cariño" en contadas ocasiones y siempre con el tono de voz bajo, escondida bajo las sábanas, con la luz apagada y muy junto al oído de él, para que no se escaparan en el trayecto y pudieran fugarse, deslizándose bajo la puerta del dormitorio y llegaran a otros oídos que entendieran el sentimiento expresado como una chochera, cosas de viejos, a quién se le ocurre con su edad y seguir enamorados.

        Recordó que una vez guardó una poesía que hablaba acerca de la muerte.

        Buscó en la caja de las bisuterías y los recuerdos.

        La leyó.

 

        DESPEDIDA

 

        Temblores fúnebres acompañan mi agonía,

        oleadas de vacíos llenan mi mente.

        La luz huye, vuelve, cambia de intensidades.

        Los sonidos parece que juegan a sonar y callarse.

        Creo que estoy sintonizando con el adiós.

        Ya sólo me queda dejar el esqueleto y sus pellejos,

        reírme de los que aún tienen que sufrir su futuro,

        ponerme el alma bajo el brazo

        y partir.

 

        Quizás debería recoger el vacío que dejo de mi paso,

        borrar las pisadas que sembré,

        ver por última vez un sol, una flor, un niño,

        y escoger una canción para tararear por el camino.

        No me llevaré los recuerdos.

        Pesan mucho.

 

        La mente irá en blanco, para escribir el porvenir;

        el corazón abierto, para llenarlo de cosas nuevas;

        los ojos limpios de rutinas, ávidos de colores.

 

        Dejo en el aire mis odios y problemas,

        dejo en el suelo lo material y lo terreno,

        reparto entre todos mis cuatro pensamientos buenos

        y me llevo el poco amor que ahorré,

        que lo voy a necesitar.

 

 

        Siete días después comenzó a sentir con mucha intensidad el siguiente aviso que suponía definitivo.  Había dejado la casa, su casa, en orden.  Había visto por última vez un sol, una flor, un niño, y empezó a tararear la canción.

        Gastó los últimos momentos en decir adiós a todo y darse cuenta de qué poco le importaba marchar.  Era una mudanza que se adivinaba y se había preparado para ello aferrándose lo mínimo a todo lo que abulta mucho y vale nada.  Se llevaría una foto del interior de cada ser querido, una foto en blanco de sus almas; les pondría con la imaginación un marco dorado, el mejor, para tenerlas a mano en algún bolsillo del espíritu y poder reconocerles cuando llegasen al Cielo.

        Empezó a hacerse realidad la poesía que profetizaba un final que "quizás lo escribió alguien que había muerto y conocía la experiencia".  Le falló el oído, se iban las voces y volvían como en una televisión vieja; la luz, como en las tormentas, se iba cuando más se necesitaba; el adiós se adivinaba cerca, a cinco o diez minutos de espera; el cuerpo iba desconectándose de cualquier órgano que pudiera sugerirle un movimiento; el alma se despertó y se estiró, perezosa y entumecida, para prepararse: el momento del viaje se avecinaba.

        Lo último que oyó fue un silencio denso, y lo último que vio, cuando había abandonado el cuerpo y ya sólo era espíritu, fue el cuadro del Corazón de Jesús que le vigiló todas sus noches de matrimonio, y a su Antonio de su vida abrazado al cuerpo que ella dejaba. 

        Le venció el todo apenado en que se había convertido y se acercó para dejarle un beso en la cabeza, que él sintió, porque miró hacia ella, y al sentirla en paz, sonrió.

Después todo desapareció.  Emprendió el camino al Cielo. A su lado, estaba el alma que anidó en ella y el Ángel que acompaña con paciencia, a paso de anciana, hasta San Pedro el de las llaves.