Francisco de Sales - Relatos

FALSA ALARMA

Francisco de Sales 

 

Creía que había conocido todas las inclemencias de la vida y que nada habría de sorprenderle jamás, pero comprobó con una punzada inaudita que muchas promesas cuando se cumplen sueltan su veneno.

        Y aunque desde siempre estuvo preparado para sentir la inclemencia de un cuerpo vetusto, para no soliviantarse cuando la memoria se hiciera peregrina, para perder a diario una porción de vista, y para comer solamente la ración de pájaro de la gente de su edad, para lo que no le preparó su orgullo fue para el momento en que su sangre fuera incapaz de inflar su miembro y mantenerlo en una postura que si no de altivez, sí de notoria presencia.

        Por eso, la primera vez que no pudo cumplir con sus deberes de hombre, como él lo llamaba con ironía, hizo lo mismo que todos: declarar culpable a un exceso de comida, aunque también pudo haber sido la tensión de la última semana en el trabajo, dijo, o quizás fuera que tenía la cabeza en otro sitio.

        Su esposa no le recriminó nada, sino que risueña le ayudó a encontrar la razón: los años no perdonan, corazón.

        No le sirvió la verdad.

        Para todo estuvo preparado.

Para todo fue metódico y previsor.

Llevaba en un libro, anotado por orden alfabético, un inventario de todas sus cosas y dónde se encontraba cada una; había anotado diligentemente las fechas de los cumpleaños y los aniversarios de todos sus conocidos, y en una tarjeta hizo una breve reseña de quién era cada cuál, dónde le conoció, y las cosas que habían hecho juntos, para no encargar la tarea a una memoria que desde siempre le avisó que se iría antes que él; hasta hizo un testamento prematuro y dejó seleccionadas las músicas de su funeral.

Todo lo tenía previsto.

Pero nunca dedicó un pensamiento a qué iba a pasar cuando ya no fuera hombre completo, como se autodenominó equivocadamente asustado, cuando no pudiera entrar cada noche en su esposa, y de ahí el desgobierno, las lágrimas desconcertadas, la punzada inaudita, el sentirse abatido y no ser capaz de encontrar un consuelo solidario que le mintiera con dignidad y le ayudara a llevar con entereza su más pesarosa pena.

Desde el mismo día en que se casaron habían mantenido cada noche tropelías de amantes, como decían en su argot de enamorados: ni las menstruaciones ni las jaquecas interfirieron en el placer. Ambos eran ardientes a diario, y cualquier mal, incluso cualquier discusión de ese mismo día, podía firmar una tregua y aplazarse hasta el día siguiente.

Por eso el primer fallo en cuarenta y un matrimoniales años de firme permanencia y fieles servicios fue recibido con apacible humor por parte de ella y como el inicio del fin del mundo por él.

En eso no se pusieron de acuerdo.

Aquella noche, después del último beso de los muchos besos del día, después de desearse sueños felices, ella se durmió con el eco de una sonrisa en los labios, y él se entregó al criterio inclemente de su injusticia equivocada, y comenzó en la ingravidez de la mente un proceso inquisitorio contra su orgullo. No pudo evitar que una lágrima imprudente se asomara indecisa  pretendiendo mancillar su virilidad al pasar por su mejilla, y que después osara lanzarse al vacío, así que aquella lágrima le dejó un rastro de fuego a lo largo de su camino, como si fuera lava y no agua, lo que obligó a su mente a enzarzarse en un torbellino de disquisiciones, un caos estridente de ideas que nacían y morían antes de recorrer todo su camino, una situación de conflicto en el que las soluciones tenían prohibida la entrada, y todo ello le forzaba a redundar en la misma protesta hacia un culpable desconocido, aunque se llamara Dios o Destino, porque lo que le estaba pasando en realidad, de tan puro y simple, era inaceptado.

Su esposa lo supo ver con los ojos de la lucidez: los años no perdonan, corazón: todas las astas, antes o después, acaban bajando su bandera.

Pensó durante esa noche siniestra que si todas las próximas noches iban a ser iguales, la confirmación del final, cada una de ellas sería mal recibida, inaceptada como un pordiosero contagioso, y tan desagradable como llevar un infierno en el alma y un puñal en el corazón.

Su esposa tuvo una noche plácida de sueños infantiles. Él, en cambio, insistió en rebozarse en su propia conmiseración, en eliminar todas las luces de lo por venir, en taponar todas las salidas, amordazar las sonrisas de la esperanza, implantar el luto en su futuro...

“Cualquier persona menos tú habría sido capaz de desdramatizarlo todo con una sonrisa franca, con una palmada amistosa en la espalda, y un sueño reparador, y hubiera esperado hasta la siguiente noche con la misma confianza que todos los días anteriores”. Eso le dijo un ángel que se le presentó harto de escuchar sus quejas redundantes; vino con la intención de quitarle la venda de los ojos y ponerle unas gafas de cristales irisados, pero hubo de marcharse rendido sin conseguir su buen propósito.

Ni siquiera la propia noche, acostumbrada a tanto deprimido y tanto desesperado, fue capaz de soportarle, y ansió como nunca la llegada de un nuevo día a quien traspasarle el conflicto.

Y fue al amanecer, después de un breve sueño que se esforzó en evitar, cuando se sintió de nuevo enarbolado, duro,  sujetando a duras penas aquella fiera encabritada que buscaba su cueva cotidiana donde retozar.

Una sonrisa apenas insinuada en sus labios le devolvió su rostro sin angustia, y con un ramo de besos que abandonó dulcemente en el cuello de su esposa, la despertó.