Francisco de Sales - Relatos

BUSCÁNDOLA

Francisco de Sales 

       

Durante los últimos nueve meses no había hecho otra cosa más que añorarla desesperadamente, y revivir cada instante que compartió con ella, sólo por ver si de ese modo encontraba el motivo que la llevó a abandonarle; rastreó cada uno de sus recuerdos felices para echar más vinagre en su herida viva, y lloró como llora aquel a quien el destino le ha quitado lo que más quería.

El día que te pregunte si quieres tomar un café –le había dicho a ella en muchas ocasiones- tú sólo tienes que contestar sí o no a pasar el resto de tu vida junto a mí, porque siempre tendré miedo a pedirte directamente que te cases conmigo, porque siempre dudaré de ser capaz de hacerte feliz, así que no me atreveré a proponerte un infinito plagado de estrellas, ni te prometeré investigar el verbo amar en todas sus posturas, ni exageraré diciendo que el futuro estaría incompleto sin nosotros.

Un día le preguntó si quería tomar un café, y ella le respondió que uno doble, que uno dulce, que uno muy claro, que uno caliente, que uno interminable… y se casaron un veintinueve de febrero porque lo impuso una de sus supersticiones, otro de sus miedos, o la inquietante curiosidad de celebrarlo sólo una vez cada cuatro años.

Vivieron juntos exactamente ocho años, hasta que otro veintinueve de febrero, al despertar y encontrar el otro lado de la cama sin ella, sintió una punzada envenenada en el alma y pudo sentir de golpe, con toda la ponzoña de las tragedias, que el resto de su vida sería un vacío.

No salió corriendo tras las huellas de su aroma, del rastro inequívoco que debería dejar, porque supo que era un plan sin vuelta atrás; adivinó que se habría encargado de borrar cualquier pista, y sintió un arrepentimiento inmediato por no hacerle caso cuando le reclamaba más atención y por lo menos una mínima parte de las promesas de amor incumplidas.

Sintió entonces cuánto la amaba y cuánto lo calló; se clavó el puñal de la condena, se golpeó con un mea culpa en el pecho, imploró el perdón con los gritos de sus lágrimas… pero ella no estaba allí para perdonarle una vez más.

Los días siguientes fueron un suplicio del que no quiso escapar. Malvivió como pudo, sin salir a la calle, atento solamente a culpabilizarse por aquello de lo que se sabía culpable: ser tan austero y callado en manifestarle su pasión, y tan parco en acariciarla con los dedos tiernos del amor.

Hasta tuvo ocasión de fantasear acerca de qué haría si ella volviera, pero sólo le duraba hasta que se contestaba enfurecido ella no volverá.

Estuvo mucho tiempo inmerso en ese delirio de hablar a solas, de llamarla en silencio y rogarle que iniciara el camino de regreso, hasta que un día, una porción de cordura encontró un resquicio por el que colarse y entró con su claridad por delante, iluminando el paisaje sombrío de su no vida.

Le propuso salir de su locura, de su miedo, marchar a buscarla donde estaba, decirle por su boca cuanto había callado y cuanto había acallado en su interior, abrazarla con la pasión que su corazón le dictaba, empaparla con sus lágrimas más sinceras, rendirse a sus pies de compañera inmejorable, de amante completa… la cordura le propuso que la situara en el lugar que le correspondía, y le insistió para que inaugurase otro futuro diferente.

Ese fue el día en que se encaminó hacia el cementerio con un ramo de flores y aceptó, por fin, que ella había muerto y que su futuro se había reducido a repetir continuamente ese mismo camino.