Francisco de Sales - Poesía

YA NO TE TENGO, MADRE

Francisco de Sales

 

 

Cuando era niño

mi pensamiento era una enorme llanura

vacía de preocupaciones y sobresaltos.

 

A lo más,

me atacaba una tribu de indios,

pero yo era el General Custer

y me secundaba el Séptimo de Caballería.

 

Y si por un azar

una noche sentía un dragón en la oscuridad,

el miedo me escondía tras los párpados cerrados

y eludía el peligro y sus ataques.

 

No recuerdo un temor por el qué vendrá,

ni una inquietud ante mi propio futuro,

ni preocupación ante la llegada de la vejez,

que era feudo exclusivo de los abuelos.

 

No me preocupaban el amor y sus terremotos,

ni qué oficio habría de elegir más adelante,

pero sí dónde extravié mi canica

y no perderme los dibujos animados de la televisión.

 

No me preocupaba gastar las horas

porque los días era casi inacabables,

y los años eran inversamente proporcionales

a la escasa duración de los helados.

 

Si llueve qué bien y si no llueve qué bien.

Si se cae la torre de fichas vuelvo a empezar.

Si tengo sueño, me quedo dormido donde sea.

Si me caigo, no me quejo y lo olvido.

 

Ahora todo es de otro modo.

Algunas sonrisas requieren un esfuerzo,

la naturalidad es a veces bastante falsa,

y los dolores son más intensos.

 

Tengo sesenta y siete años en todos los poros,

y en los huesos, casi mil;

en la memoria, un grandísimo vacío

salpicado de motas de recuerdos y muchos olvidos.

 

No tengo a mi madre,

ni la volveré a tener,

ni podré pedirle ayuda, ni sonreírle,

ni besar su mano, ni pasearla del brazo…

 

Nada de lo que pase o me pase

duele tanto como su ausencia.

 

Si acaso, la imposibilidad de poder ir a rescatarla,

de tomar un café con ella,

de coger y aquietar su mano temblorosa,

de darle las gracias de todos los modos,

de defenderla a muerte de la muerte,

de multiplicar los segundos a su lado,

de depositar un beso en sus labios,

de rezar con ella su rosario,

de secundar emocionado sus sonrisas,

de preguntarle si tiene calor o frío,

de prepararle el café con leche,

de empequeñecerme en su regazo,

de pedirle que me cante una nana,

de escucharle decir que se siente orgullosa de mí,

o de oírle decir, otra vez, que me quiere…

 

Ya no tengo más que un vacío.

Y no está ella para llenarlo.